EZEQUIEL MONTES LEDESMA EN SU CORRESPONDENCIA PARTICULAR (1873-1882)

Luis Olivera

Instituto de Investigaciones Bibliográfcas - Universidad Nacional Autónoma de México

De lo colonial al nacionalismo europeo

El tránsito de lo colonial novohispano a la llamada nación mexicana del siglo XIX, se ubica en el contexto del desarrollo del capitalismo internacional y, en particular, en el del peninsular hispánico, cuya consecuencia aceleró y provocó el reacomodo político económico, tanto en la península ibérica como en sus posesiones de ultramar.

Lo colonial hispánico borbónico dio paso a las nuevas formas administrativas que adquirían los Estados Nación emergentes, que en la América hispánica se insertaban en el neocolonialismo por medio del independentismo. Estados Nación americanos, los cuales, como el de Nueva España, formarían oligarquías que se enfrentarían entre ellas por el poder político durante todo el siglo XIX.

Así, el México independiente, desde sus inicios propició el enfrentamiento entre múltiples y variados actores que representaban intereses opuestos, que chocaron en forma por demás violenta que evidenciaría al modelo colonial anti histórico, cuya base regia jurídica administrativa estaba perfectamente reforzada por la estructura clerical del catolicismo.

En el siglo XIX mexicano se vio el doble proceso de su justificación como nación neocolonial: por un lado, la aceptación de los “nuevos valores que la insertarían en el modernismo liberal, para lo cual tuvo que adoptar éste en su sentido más amplio y a su vez adaptarlo a las condiciones desiguales de los componentes geopolíticos de las diferentes regiones de México; por otro, se continuó con la imposición de l forma colonial del estado borbónico a través de la plataforma jurídico administrativa en pro de la centralización del poder en todas sus estructuras, sobre la base del gradualismo político sustentado en la inmovilidad social.

Si bien lo colonial hispánico dejó un espacio histórico administrativo a ocupar, resultó traumática la transición del estado borbónico hacia un Estado nacional, debido al legado socio cultural que reforzó la incapacidad modernista al crear un Estado nacional inhibidor de la formación de la sociedad. Un Estado neocolonial con objetivos de nacionales, cuya principal característica siguió siendo el gradualismo, que conlleva la incoherencia entre el discurso y la realidad, a través de la práctica del liberalismo europeo, cuyo ejercicio mercantil ya estaba reglamentado.

España, dentro del mundo liberal europeo, ya había experimentado durante casi todo el siglo XVIII el regalismo unificador, enfrentándose al corporativismo clerical con el objeto de agilizar las estructuras regias que permitieron su inserción con su propia personalidad autónoma en el contexto del capitalismo de la época, lo que por su naturaleza económica colonialista y por su política gradualista generó un proceso lento y violento.

La competencia económica que Inglaterra y Francia impusieron con sus modelos de Estado Nación, hizo que fracasara el proyecto español del siglo XVIII, y lo más importante que evidenció fue su incapacidad histórica de mantener sus posesiones de ultramar. Los Estados Nación, inglés y francés, ya habían recorrido formas del liberalismo dentro de sus procesos históricos más agresivos en cuanto a la apertura de mercados comerciales por medio del mercantilismo, que llevaría entre otras cosas, al industrialismo inglés. Así, el desarrollo de dichos países se acrecentaría con la debilidad del colonialismo hispano, que a finales del siglo XVIII ya empezaba a tomar conciencia de que pronto habría de colapsarse.

Al neocolonialismo inglés junto con el de Francia y el de los Países Bajos, fue al que más le convenía tal colapso, y de ahí la presión y el apoyo que brindó a las luchas independentistas de las posesiones españolas en América. Estados Nación con visiones históricas que servirían de modelos a seguir por los americanos independentistas, no sólo en sus justificaciones económicas, sino con el ropaje cultural en cuanto a la figura jurídica del Estado y, con ello, su fundamentación constitucional, sobre la base del respeto irrestricto a los derechos del individuo, con la aceptación del máximo derecho coactivo para regular lo público.

Los Estados Unidos de América no fueron ajenos al modelo anterior, sino que como colonia inglesa aprovechó la agresividad económica del liberalismo que supo constituirse en individuo-economía, al equiparar pueblo con burguesía. Así, las colonias recién independizadas de la corona británica, se convertirían en modelo a imitar por parte de las colonias hispanas.

La revolución burguesa en Francia, convirtió su modelo en otro de los reflejos liberales a seguir, porque en forma más conceptual brindó a la burguesía la posibilidad del ascenso al poder como realidad social a través de la libertad, la fraternidad y la igualdad, rompiendo en todo caso la justificación del corporativismo clerical borbónico, cuya repercusión de inmediato se sintió en su pariente imitador gradualista: España.

A principios del siglo XIX, Europa estaba en el reacomodo del liberalismo a las manifestaciones ya mencionadas. Sin embargo, España fue la que recogió el concepto de liberal como sinónimo de lucha independentista, con la conducta de la insubordinación para el trastorno de las potestades establecidas debido, según sus detractores, a la francmasonería, a los jansenistas y a los filósofos. Si bien lo anterior se caracterizaba en España, en Nueva España sus sujetos acogerían la amplia gama de modelos que pensaron podrían servirles para insertarse en el contexto internacional como naciones en franca desventaja frente a las metrópolis ya mencionadas.

Es bien conocido que el novohispano, por medio de la oligarquía criolla, se desarrolló en el marco del modelo colonial borbónico, en el cual se sujetaron al papel de subordinados –protegidos por el Estado-, lo que permitió su pertenencia a la élite económica. Subordinación colonial de la que no pudieron despojarse, aun cuando coquetearon con la idea de responsabilizarse de y con su propio desarrollo.

A principios del siglo XIX, la España borbónica resintió el embate del desarrollo de la burguesía francesa, que desbordó sus límites geográficos y que en breve tiempo cambió el panorama político de Europa. Así, el gradualismo español se sintió impotente ante el agresivo ciudadano francés, evidenciándose el nuevo reacomod europeo, ahora en las colonias americanas.

En esa misma época, la oligarquía novohispana se encontraba ya en predisposición de aceptar el papel histórico de grupo directriz, ante la cada vez más inminente caída del imperio español. Los criollos, en número suficiente, se encargarían de llevar a cabo la independencia la colonia, además se comprometieron a crear lo que empezaría a ser el México moderno.

Con la independencia los nuevos sujetos históricos, ahora mexicanos, tendrían que ser independientes y soberanos, lo que implicaba una lucha permanente para obtener el poder y reproducir su modelo de legitimación de los intereses ya adquiridos. Lo anterior implicaba que la lucha se diversificaría en cuanto a los distintos proyectos económicos a imponer y, con ella, la utilización de modelos históricos divergentes, tal como fue el caso del moderantismo jurídico inglés, del romanticismo revolucionario francés, del pragmatismo constitucional estadounidense y del aún subsistente gradualismo liberal gaditano.

Los oligarcas mexicanos se vistieron casi en forma indistinta con el ropaje que más les convenía para adueñarse del poder. Así, el liberalismo europeo penetró en todos los ámbitos de las estructuras de poder de los nuevos mexicanos, aun cuando, como ya señalamos, coquetearon con la idea de ser ellos quienes en forma particular desarrollaran y se responsabilizaran de su propio “destino histórico”.

Mexicanos que se atrevieron a encontrarse con la Historia durante su periodo vital, tanto racial como intelectual, de ahí que la oligarquía ahora en pugna de facciones, lucharía por el poder administrativo para imponer sus sanciones. Sujetos históricos quienes, según su capacidad o incapacidad, empezarían a crear al mexicano nacional: conservador-centralista, liberal-federal, romántico-monarquista, anarquista-social, en fin, denominaciones las más de las veces multiequívocas que reflejan nada más que las descalificaciones partidistas.

En nombre del gradualismo (moderado) y el radicalismo (liberal puro), el siglo XIX mexicano vio la confrontación de los luchadores decididos, cada uno con la respuesta histórica de acuerdo con su proceso cultural, fuesen conservadores o liberales, quienes al interactuar en la amplia gama de las instituciones políticas, administrativas y culturales, dejaron ver la ambivalencia de sus historias.

El enfrentamiento inevitable fue confluyendo en la victoria armada de los liberales; sin embargo, al constituir éstos el poder político con la Constitución de 1857, empezaría una etapa de lucha más severa en el terreno nacional e internacional. De ahí que en la década de 1860 a 1870, se presentaran en toda la república mexicana nuevas relaciones de poder que permitieron, en los años posteriores, la aceptación de alianzas entre liberales y propietarios que desembocaron en el gobierno porfirista.

En los estados del país se dieron dichas alianzas entre los antiguos enemigos y, con ello, el reforzamiento de las oligarquías locales, las cuales volverían a reforzar viejas formas de dominación. Así, ante el liberalismo con sus limitaciones históricas, el quietismo conservador y la inconformidad social prevaleciente, que fue reprimida por el Estado liberal, se aceptaron las nuevas políticas y la determinación de la reconstrucción regional.

En tal contexto, Querétaro no fue la excepción en la conformación de sus oligarquías, aunque los procesos históricos de los estados del país fueran desiguales en cuanto al impacto borbónico del siglo XVIII. Por lo tanto, dicho estado con fuerte acento novohispano se preparó e incursionó en la historia nacional, de acuerdo con su propia problemática. De ahí que el mundo colonial hispano fuera defendido con más ahínco, en cuanto que la prosperidad queretana fue afortunada en su modelo político económico del mundo borbónico, al no desgarrarse como otros estados.

La estructura colonial de Querétaro le permitió adaptarse mejor a la figura del gradualismo-moderantismo, lo que lo llevó a tener un reordenamiento menos violento en su tránsito al México nacional. Aunque también hay que decir que el impacto de la propiedad individual contractual configuró nuevos espacios de poder.

El siglo XIX fue de conformación de la nación mexicana, en el que los mexicanos se enfrentaron con decisión violenta, para que sus modelos directivos fueran “aceptados” como el sendero conveniente y seguro por el que tendrían que transitar y para que de ese proceso histórico los grupos alternantes en el poder político se sintieran los responsables de lo nacional mexicano.

Es en este ambiente de lucha por el control del gobierno hacia la formación del Estado nacional, en el que Ezequiel Montes se desenvuelve, en la etapa tardía de lo que se llama República Restaurada, ya que su correspondencia particular se refiere a los años de 1873 a 1882. Dejaré que el mismo Montes se refiera a ellos.

En el ambiente descrito, Ezequiel Montes Ledesma, según sus propios datos, nació en el poblado de Cadereyta, Querétaro, el 26 de noviembre de 1820, pero pasó los primeros nueve meses de su vida en el pueblo de Bernal, y “por haberse secados los pechos” de su madre a causa de una enfermedad, debieron llevarlo al pueblo de Vizarrón con “virtuosa y adorada abuela” doña María Josefa Nieto, con quien acabó de criarse alimentado con leche de cabra. Aunque Vizarrón, continúa diciendo, era un pueblo humilde, fue su modelo en los dulces años de su infancia, de seguridad, de fuerza de costumbres y de religiosidad ejemplar, de acuerdo con una carta que Ezequiel envió a Juan Camacho el 11 de agosto de 1881.

En carta dirigida a su hermana Dolores el  29 septiembre 1878, Ezequiel le recuerda que quedó huérfano de padre a los seis años de edad, y a los 17 de madre, que:

nada heredé de mis padres… Que murió mi protector, el padre D. Manuel Ávila… en Septiembre de 1841; y que desde entonces me he formado solo hasta llegar a ser abogado, ministro de Estado, diputado cinco veces al Congreso federal, y electo tres veces popularmente Magistrado de la Suprema Corte de Justicia.

Seguramente pasó su infancia entre carencias económicas, pero al referirse a ella, Ezequiel nunca refleja amargura o tristeza. Al contrario, supo afrontar la pobreza con virtud y moralidad.

En 1838 llegó a la ciudad de México, en donde el mes de julio entró a estudiar al Colegio de San Ildefonso, y aun cuando tenía más edad que sus compañeros, también es cierto que ya poseía una personalidad cuyas características eran la energía y la dedicación, virtudes que cultivó desde la niñez aplicándose al aprendizaje. Su carácter ordenado y disciplinado le permitió llegar a ser un excelente abogado.

En 1848, con estudios teológicos, de filosofía y jurisprudencia, además de la oposición académica que realizó en el Colegio de San Ildefonso, obtuvo en propiedad la cátedra de gramática latina. Al año siguiente ingresó a la Academia Teórico-Práctica de Jurisprudencia.

Al mismo tiempo que se preparaba académicamente, su vida política ascendió con gran rapidez, llevándolo a ocupar cargos públicos de máxima relevancia: del Congreso de Querétaro en 1851 a la Cámara federal, donde proyectó los frutos de su disciplina académica. En 1852 obtuvo, conforme a las formalidades del caso, el título profesional de abogado, después de aprobar los exámenes de jurisprudencia del Colegio de Abogados y de la Suprema Corte de Justicia.

Como abogado don Ezequiel padeció estrecheces económicas, aunque su preparación académica y política, además de su talento natural, lo condujeron finalmente a lograr fama y fortuna. Alcanzó ambas con “negocios pequeños, precursores indispensables de los grandes”, en los que destacan las cualidades que lo acompañarían toda su vida profesional: constancia y paciencia que él vio que sus compañeros no poseían.

Fue un hombre que vivió el tránsito de las distintas formas de gobierno del siglo XIX mexicano, y que entendió, como abogado de convicción liberal moderada y con conocimiento objetivo, que el derecho era la máxima creación del ciudadano que siempre debía prevalecer como ordenador y legitimador de los actos de las personas físicas y morales en la sociedad. Como los abogados de la primera mitad del siglo XIX, Ezequiel hizo suya la idea de que en ellos recaía la responsabilidad histórica de regular las nuevas relaciones sociales, mediante la aplicación de la norma jurídica. Lo anterior caracterizó a un grupo de ciudadanos que, dentro del liberalismo, aceptaron el calificativo de moderados, tales como, entre otros, Ezequiel Montes, Ignacio Comonfort, Luis de la Rosa y José María Lafragua.

Como persona pública, él mismo se consideró abogado honesto y de reputación intachable, sintiéndose orgulloso de que nadie pudiera censurarlo por ser hombre amante de lo ajeno, y de que la sociedad lo identificara por su respeto inviolable al derecho de los demás y por la honestidad con que dirigió negocios públicos y privados.

Esta conducta en la esfera pública no fue distinta en su vida familiar; armonía del liberal, quien estaba convencido de que el derecho rige la vida ciudadana en todas sus manifestaciones. Como muestra de esto, ante una deuda de la que se dudaba que fuera cierta, debido a que fue atribuida a una de las hermanas de Montes, fallecida tiempo atrás, éste ordenó el 1º. de febrero de 1875 a Dolores, otra de sus hermanas, que satisficiera el cobro en cuestión, pues si bien no existía “obligación civil de pagar al padre Martínez… sería doloroso que no cubriéramos nosotros esa deuda de conciencia… págala aunque el padre haya cobrado tarde -15 años después- y haya errado en el nombre de nuestra hermana”.

Gala de rectitud y honorabilidad de las que Montes siempre fue afecto y que guiaron su conducta.

Treinta y cinco años tenía Ezequiel cuando en México la definición entre conservadores y liberales había llegado a su término por medio de la confrontación armada para dar paso al liberalismo. La Revolución de Ayutla marcó el hecho histórico en el que Montes aceptó la lucha nacional en forma integral. Es decir, como liberal individualista, su comportamiento fue radical con respecto a la libertad del hombre y, como moderado, en cuanto que todo cambio institucional tenía como única fuente el respeto a la ley y la observancia de ésta.

Época histórica en la que aceptó el reto de desempeñarse como servidor público, en donde lo vemos transitar en el cargo de oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores y como juez propietario, función que aprobó el ministro de Justicia Benito Juárez. Coincidió con Ignacio Comonfort política e ideológicamente durante el reacomodo de las fuerzas liberales triunfantes con el Plan de Ayutla, al aceptar ser el aglutinador de los liberales moderados ante el radicalismo de los puros.

Los dos grupos de liberales, moderados y puros, al final de sus debates parlamentarios –los más de ellos con marcado antagonismo-, aprobaron y promulgaron la Constitución de 1857, instrumento que utilizaron para hacer penetrar a México en el modernismo, imponiendo con ello la nación liberal que sirvió para cohesionar en lo interno a los progresistas propietarios; en lo internacional, para dar a conocer jurídica y políticamente a la nación mexicana por medio del Estado liberal.

Como ministro de Justicia (13-XII-1855 a 9-XII-1856), Ezequiel Montes defendió con su oratoria, junto a otros liberales, todos aquellos actos del Ejecutivo del que formaba parte.

Enalteció las figuras de jurista, abogado y político durante el periodo en que ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores (8-I-1857 a 30-IV-1857). Resolvió el asunto de los asesinatos en las haciendas de Chiconcuac y San Vicente, actos que fueron aprovechados para crear el ambiente de confrontación internacional entre España y México, aun cuando José María Lafragua, representante especial en Madrid, evidenciaba que el fondo del asunto era, una vez más, el intervencionismo imperialista que se negaba a escuchar.

Don Ezequiel, sensible y respetuoso de la política exterior del presidente Ignacio Comonfort, aceptó el cargo de enviado extraordinario cerca de la Santa Sede. Ahí se enteró de los vaivenes políticos de México. Mientras tanto, Comonfort desconoció la Constitución, lo que provocó equívocos y traiciones que desembocaron en la lucha bélica de los Tres Años. Ante el golpe de Estado de diciembre, Montes se comportó como liberal respetuoso de la Constitución, pues estando en Roma, los gobernantes golpistas le ordenaron entregar los archivos de la legación al nuevo representante, el conservador Agustín Franco, orden que se negó a obedecer al fundamentar que sólo obedecía al gobierno interino de Benito Juárez.

En forma paralela a estos sucesos, en México Ezequiel triunfaba a pesar de su ausencia en las elecciones de los poderes federales, siendo declarado por ley del 21 de noviembre de 1857 magistrado de la Suprema Corte de Justicia. Sin embargo, no tomó posesión del cargo. Fue en 1861 cuando, también por elección popular, resultó diputado por el distrito de Zumpango, decimoséptimo electoral del Estado de México.

Se encontraba en el ejercicio de ese cargo cuando, a mediados de 1861, formó parte de la comisión gubernamental para elaborar el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre los Estados Unidos Mexicanos y el Reino de Bélgica, el cual fue concluido el 12 de marzo de 1862.

Durante la Intervención francesa y el Imperio tomó la decisión de abandonar la ciudad de México, demostrando de esa forma su desacuerdo con los mexicanos imperialistas y los europeos intervencionistas que pretendían acabar con el México liberal. Demostró, con ello, que el triunfo mexicano tenía que suceder a pesar de algunos liberales moderados que se dejaron seducir por el liberalismo de Maximiliano. Igual que otros liberales, Montes sabía que para vivir en el contexto de las naciones, lo primero y último que un nacional debía observar era la ley que emanaba de su soberanía.

En 1867 se reafirmó el liberalismo nacional al derrotar al modelo monárquico imperialista. Tras el triunfo de la lucha juarista se dio un nuevo reacomodo entre los liberales y los conservadores, en su calidad de propietarios. En el caso de Ezequiel, su honorabilidad jurídica lo llevó a integrarse de inmediato a lo que conocemos como Restauración de la República, de la que fue partidario y crítico. Aunque la intención de los liberales fue legitimar su triunfo, esto no logró llevarse a efecto debido, entre otras incoherencias, a que si bien ya estaba dada la norma constitucional, aún faltaba que los diversos y divergentes intereses de los vencedores, y por qué no, también de los vencidos, se reajustaran en un México pleno de contradicciones en el que el Gobierno-Estado actuó, en todas sus estructuras, con justificantes coercitivos.

Tal panorama se presentó con diferentes grados de conflicto, en el que figuras como la de Ezequiel Montes serían partícipes del “México nuevo”, necesitado de personas que no sólo quisieran ese México, sino que supieran conformar a los mexicanos acordes al mismo deseo.

Coherente con su ideología liberal, Montes actuó con visión histórica procesalista criticando las acciones políticas de legitimación del poder por medio de las elecciones, tanto en el último gobierno de Benito Juárez, como en el de Sebastián Lerdo de Tejada. Fue en el gobierno de éste cuando Montes demostró franca oposición, ya que la vuelta del liberalismo radical entorpecía el desarrollo del Estado, en cuanto detenía el proceso de la alianza entre conservadores y liberales, ahora ya propietarios, cuya aspiración era un Estado protector de derechos adquiridos, después de 50 años de lucha, tal como vemos que se comportó como magistrado de la Suprema Corte de Justicia, al formar parte de la comisión de ternas del Tribunal de Circuito de Querétaro en 1878.

Ezequiel Montes apoyaría, por lo tanto, la vía de un liberalismo moderado, que en ese entonces parecía estar representado por el todavía liberal Porfirio Díaz. Fue con el triunfo militar de éste y su ascenso a la presidencia del país y después, en el gobierno de otro general, Manuel González, cuando Montes retomó su personalidad de jurista y de político como parte del Ejecutivo en calidad de secretario de Justicia e Instrucción Pública, cargo al que renunció por razones de auténtica enfermedad en 1882, para prepararse a morir, lo que ocurrió el 5 de enero de 1883.



Correspondencia particular: 1873-1882

A más de 100 años del fallecimiento de Ezequiel Montes, la historia del México nacional liberal cuente con el testimonio de la correspondencia particular de dicho personaje, universo de información de quien, sin afán de culto a la persona, plasmó su conciencia y conducta. Epistolario con múltiples reflejos que al conjugarse delinean al liberal moderado, prototipo de la armonía individual con lo social, quien por encima de “nuevos valores ideológicos” permaneció hasta el final de su existencia en la defensa moderada de un liberalismo nacional.

Son estas cartas fiel testimonio para comprender a Ezequiel Montes, quien con su independencia vitalista enalteció la figura del hombre en su actuar ciudadano. Respeto absoluto a la libertad de la persona cívica, en su conciencia de no entregar ni un ápice de sus facultades a ninguna figura política en detrimento de sus derechos, ni aun al propio Estado.

El fundamento real de la sociedad era para Montes el ciudadano liberal, cuya existencia se debía al estricto apego a la norma jurídica que fue su máxima creación.

Las cartas de don Ezequiel, con su riqueza histórica, nos acercan a la fuente de la fortaleza y continuidad de lo liberal, y también a las propuestas del reforzamiento de su modelo sociopolítico, con respecto a la libertad del ciudadano en la forma de gobernante según su realidad, limitación y capacidad.

Ezequiel Montes fue un liberal rígido como patricio en relación con su familia y con la sociedad, aunque no supo o no pudo orientar a su hijo Agustín de acuerdo con sus principios, de ahí que confundiera la debilidad con el amor; como esposo, fue respetuoso con su mujer y “amiga” María de Jesús; también fue hermano protector, en fin, jefe de familia preocupado por procurarle bienestar. Tuvo una vida familiar liberal, en su esfuerzo de mantener el tradicionalismo por medio de la figura del matrimonio católico y con las relaciones de parentesco. Sin embargo, debemos decir que la familia, lo mismo que el Estado mexicano, en permanente proceso de modificación de relaciones, fueron instituciones que demostraron a Ezequiel, al final de su vida, que el México liberal daba paso a nuevas formas de actuación a través del aburguesamiento de la oligarquía, que se reflejaron en la confrontación de comportamientos. Así, Ezequiel, cual profeta del desastre, perdió a su hijo y al Estado, por quienes había luchado para lograr su felicidad.

Como abogado y legislador tuvo como eje en el primero, la honorabilidad romana y, en el segundo, como única base, el respeto republicano en la división de los poderes políticos. Persona pública que se deja ver como demócrata electoral, opositor al gobierno “hipócrita de Sebastián Lerdo de Tejada”, o crítico de sus compañeros de ruta partidista, ya fuese Benito Juárez, Manuel González o Porfirio Díaz.

De pensamiento modernista, don Ezequiel se refería al desarrollo económico de los Estados Unidos de América como modelo floreciente a seguir por parte de los mexicanos; también al opinar del tema obligado del progreso, cuando expresó la necesidad de seguir construyendo más vías férreas en el país.

Fue un mexicano nacionalista que alternó la actividad pública y la cotidiana privada con el mundo clásico romano, al que recurrió para normar su comportamiento total hasta el grado de dar sentido a su visión histórica, fundamentándola en la medida del conocimiento y funcionamiento de las instituciones liberales. Lo anterior, para adquirir la claridad del reforzamiento de lo nacional interno, con el fin de crear un México internacional indisoluble del país, al que contribuyó a formar de acuerdo con el amor a su patria provinciana: Querétaro.

La década de 1873 a 1882, que es sobre la que versan las cartas de Ezequiel Montes, corresponde a la etapa, como ya se dijo, del liberalismo en el poder político. Los liberales en los gobiernos de Benito Juárez, Porfirio Díaz y Manuel González, se encargaron de demostrar que la legitimación burguesa del poder estatal por medio de elecciones no sería un camino de fácil tránsito. En las cartas se demuestra que el fraude electoral, o si se quiere, la manipulación organizativa de las elecciones, seguiría siendo parte integrante de la cultura política del mexicano, cuyo proceso histórico estaba fundamentado en los paradigmas coloniales, remozados con los anhelos modernistas neocoloniales; de ahí la prolongación negativa de la historia de las elecciones.

Don Ezequiel habla de fraudes electorales, en los que el propio Benito Juárez intervino; el mismo Montes recurre a la forma organizativa de control electoral durante las elecciones celebradas en San Juan del Río y Cadereyta en 1873.

En relación con el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, Ezequiel reprueba su actuación, durante el interinato y en las elecciones para reelegirse como presidente de los mexicanos. Durante este tiempo, por medio de la correspondencia de Montes, vemos un México pobre en lo económico y temeroso en lo político. Situación que se refleja cuando Montes apoya por un lado, como político, al militarismo de Porfirio Díaz y, por el otro, como jurista, elogiando la lucha legalista de José María Iglesias.

Interesante resulta conocer cómo, durante esta época, Montes fue tocado por el juego político con la aspiración de ser presidente del país. Fue alentado por Ignacio Cumplido, cuya tarea empresarial periodística influía en el escenario político, tal como consta en las cartas que Montes escribió a varios personajes de la época. Anhelo que pronto se enfrió al darse cuenta de que el mexicano en turno para llegar a la presidencia era su amigo Porfirio Díaz.

Son múltiples y variados los temas que encontramos en este epistolario. Así, somos testigos de la muerte de Manuel Lozada; de la revolución legalista de José María Iglesias; de los ideales de Tuxtepec y del gobierno de Porfirio Díaz de 1878 a 1880, entre otros.

Aspecto importante es el desempeño de Montes en el gobierno de Manuel González: siendo secretario de Justicia e Instrucción Pública, lo encontramos actuando en la plena estructura del Poder Judicial a nivel nacional o, en su caso, influyendo con sus opiniones en contra del positivismo y los sostenedores de dicha ideología.

En el aspecto económico, vemos a un Ezequiel Montes como fiel reflejo del liberalismo triunfante. Nos habla del espíritu empresarial al insertarse en la actividad minera; como liberal sensual, al crear en Taxhidó un balneario para él y sus supuestos amigos; o como liberal litigante, al conocer y adquirir propiedades que aún en la década a tratar, podían adquirirse en el estado de Hidalgo. En fin, un liberal partidario del modernismo tecnológico, al reconocer el papel importante de los ferrocarriles.

En ese mundo de cada vez más dependencia tecnológica vemos a don Ezequiel solicitar a sus amigos residentes en Francia, todos los instrumentos de aseo personal y vestuario o, en su caso, peticiones a los agentes libreros de obras sobre medicina, historia y literatura que formaron parte de su biblioteca, la cual algún día se propuso vender dada la penuria económica por la que atravesó como miembro de la judicatura lerdista.

En lo público, vemos al liberal casi místico de disciplina casi conventual, al convertir su casa en una extensión de su oficina, en donde continuaba su trabajo, como litigante o ya sea como funcionario.

En fin, la correspondencia particular de Ezequiel Montes es parte del proceso de la formación de las oligarquías nacionales del siglo XIX mexicano, las cuales experimentaron diferentes formas de gobierno, desde el imperial iturbidista, el federalista hasta el centralista, representados por aquellos individuos que aceptaron su filiación conservadora o ser partidarios del liberalismo político y económico; ambas posturas ideológicas que en su momento aceptaron la alianza con el militarismo persistente de lo colonial borbónico que se prologó hasta la segunda mitad del siglo decimonónico.

Diferentes formas de gobernar con la única meta de tomar el poder político y así convertirse en el único modelo histórico válido. Por lo tanto, oligarquías que en su tiempo impusieron sus normas de poder político administrativo, para construir o destruir el modelo social antagónico, cuya confrontación entre el tradicionalismo y lo nuevo se plasmaría en el idea del Estado nacional, como reflejo de las adaptaciones necesarias en el contexto del neocolonialismo.