Instituto de Investigaciones Bibliográfcas - Universidad Nacional Autónoma de México
De
lo colonial al nacionalismo europeo
El
tránsito de lo colonial novohispano a la llamada nación mexicana
del siglo XIX, se ubica en el contexto del desarrollo del capitalismo
internacional y, en particular, en el del peninsular hispánico, cuya
consecuencia aceleró y provocó el reacomodo político económico,
tanto en la península ibérica como en sus posesiones de ultramar.
Lo
colonial hispánico borbónico dio paso a las nuevas formas
administrativas que adquirían los Estados Nación emergentes, que en
la América hispánica se insertaban en el neocolonialismo por medio
del independentismo. Estados Nación americanos, los cuales, como el
de Nueva España, formarían oligarquías que se enfrentarían entre
ellas por el poder político durante todo el siglo XIX.
Así,
el México independiente, desde sus inicios propició el
enfrentamiento entre múltiples y variados actores que representaban
intereses opuestos, que chocaron en forma por demás violenta que
evidenciaría al modelo colonial anti histórico, cuya base regia
jurídica administrativa estaba perfectamente reforzada por la
estructura clerical del catolicismo.
En
el siglo XIX mexicano se vio el doble proceso de su justificación
como nación neocolonial: por un lado, la aceptación de los “nuevos
valores que la insertarían en el modernismo liberal, para lo cual
tuvo que adoptar éste en su sentido más amplio y a su vez adaptarlo
a las condiciones desiguales de los componentes geopolíticos de las
diferentes regiones de México; por otro, se continuó con la
imposición de l forma colonial del estado borbónico a través de la
plataforma jurídico administrativa en pro de la centralización del
poder en todas sus estructuras, sobre la base del gradualismo
político sustentado en la inmovilidad social.
Si
bien lo colonial hispánico dejó un espacio histórico
administrativo a ocupar, resultó traumática la transición del
estado borbónico hacia un Estado nacional, debido al legado socio
cultural que reforzó la incapacidad modernista al crear un Estado
nacional inhibidor de la formación de la sociedad. Un Estado
neocolonial con objetivos de nacionales, cuya principal
característica siguió siendo el gradualismo, que conlleva la
incoherencia entre el discurso y la realidad, a través de la
práctica del liberalismo europeo, cuyo ejercicio mercantil ya estaba
reglamentado.
España,
dentro del mundo liberal europeo, ya había experimentado durante
casi todo el siglo XVIII el regalismo unificador, enfrentándose al
corporativismo clerical con el objeto de agilizar las estructuras
regias que permitieron su inserción con su propia personalidad
autónoma en el contexto del capitalismo de la época, lo que por su
naturaleza económica colonialista y por su política gradualista
generó un proceso lento y violento.
La
competencia económica que Inglaterra y Francia impusieron con sus
modelos de Estado Nación, hizo que fracasara el proyecto español
del siglo XVIII, y lo más importante que evidenció fue su
incapacidad histórica de mantener sus posesiones de ultramar. Los
Estados Nación, inglés y francés, ya habían recorrido formas del
liberalismo dentro de sus procesos históricos más agresivos en
cuanto a la apertura de mercados comerciales por medio del
mercantilismo, que llevaría entre otras cosas, al industrialismo
inglés. Así, el desarrollo de dichos países se acrecentaría con
la debilidad del colonialismo hispano, que a finales del siglo XVIII
ya empezaba a tomar conciencia de que pronto habría de colapsarse.
Al
neocolonialismo inglés junto con el de Francia y el de los Países
Bajos, fue al que más le convenía tal colapso, y de ahí la presión
y el apoyo que brindó a las luchas independentistas de las
posesiones españolas en América. Estados Nación con visiones
históricas que servirían de modelos a seguir por los americanos
independentistas, no sólo en sus justificaciones económicas, sino
con el ropaje cultural en cuanto a la figura jurídica del Estado y,
con ello, su fundamentación constitucional, sobre la base del
respeto irrestricto a los derechos del individuo, con la aceptación
del máximo derecho coactivo para regular lo público.
Los
Estados Unidos de América no fueron ajenos al modelo anterior, sino
que como colonia inglesa aprovechó la agresividad económica del
liberalismo que supo constituirse en individuo-economía, al
equiparar pueblo con burguesía. Así, las colonias recién
independizadas de la corona británica, se convertirían en modelo a
imitar por parte de las colonias hispanas.
La
revolución burguesa en Francia, convirtió su modelo en otro de los
reflejos liberales a seguir, porque en forma más conceptual brindó
a la burguesía la posibilidad del ascenso al poder como realidad
social a través de la libertad, la fraternidad y la igualdad,
rompiendo en todo caso la justificación del corporativismo clerical
borbónico, cuya repercusión de inmediato se sintió en su pariente
imitador gradualista: España.
A
principios del siglo XIX, Europa estaba en el reacomodo del
liberalismo a las manifestaciones ya mencionadas. Sin embargo, España
fue la que recogió el concepto de liberal como sinónimo de lucha
independentista, con la conducta de la insubordinación para el
trastorno de las potestades establecidas debido, según sus
detractores, a la francmasonería, a los jansenistas y a los
filósofos. Si bien lo anterior se caracterizaba en España, en Nueva
España sus sujetos acogerían la amplia gama de modelos que pensaron
podrían servirles para insertarse en el contexto internacional como
naciones en franca desventaja frente a las metrópolis ya
mencionadas.
Es
bien conocido que el novohispano, por medio de la oligarquía
criolla, se desarrolló en el marco del modelo colonial borbónico,
en el cual se sujetaron al papel de subordinados –protegidos por el
Estado-, lo que permitió su pertenencia a la élite económica.
Subordinación colonial de la que no pudieron despojarse, aun cuando
coquetearon con la idea de responsabilizarse de y con su propio
desarrollo.
A
principios del siglo XIX, la España borbónica resintió el embate
del desarrollo de la burguesía francesa, que desbordó sus límites
geográficos y que en breve tiempo cambió el panorama político de
Europa. Así, el gradualismo español se sintió impotente ante el
agresivo ciudadano francés, evidenciándose el nuevo reacomod
europeo, ahora en las colonias americanas.
En
esa misma época, la oligarquía novohispana se encontraba ya en
predisposición de aceptar el papel histórico de grupo directriz,
ante la cada vez más inminente caída del imperio español. Los
criollos, en número suficiente, se encargarían de llevar a cabo la
independencia la colonia, además se comprometieron a crear lo que
empezaría a ser el México moderno.
Con
la independencia los nuevos sujetos históricos, ahora mexicanos,
tendrían que ser independientes y soberanos, lo que implicaba una
lucha permanente para obtener el poder y reproducir su modelo de
legitimación de los intereses ya adquiridos. Lo anterior implicaba
que la lucha se diversificaría en cuanto a los distintos proyectos
económicos a imponer y, con ella, la utilización de modelos
históricos divergentes, tal como fue el caso del moderantismo
jurídico inglés, del romanticismo revolucionario francés, del
pragmatismo constitucional estadounidense y del aún subsistente
gradualismo liberal gaditano.
Los
oligarcas mexicanos se vistieron casi en forma indistinta con el
ropaje que más les convenía para adueñarse del poder. Así, el
liberalismo europeo penetró en todos los ámbitos de las estructuras
de poder de los nuevos mexicanos, aun cuando, como ya señalamos,
coquetearon con la idea de ser ellos quienes en forma particular
desarrollaran y se responsabilizaran de su propio “destino
histórico”.
Mexicanos
que se atrevieron a encontrarse con la Historia durante su periodo
vital, tanto racial como intelectual, de ahí que la oligarquía
ahora en pugna de facciones, lucharía por el poder administrativo
para imponer sus sanciones. Sujetos históricos quienes, según su
capacidad o incapacidad, empezarían a crear al mexicano nacional:
conservador-centralista, liberal-federal, romántico-monarquista,
anarquista-social, en fin, denominaciones las más de las veces
multiequívocas que reflejan nada más que las descalificaciones
partidistas.
En
nombre del gradualismo (moderado) y el radicalismo (liberal puro), el
siglo XIX mexicano vio la confrontación de los luchadores decididos,
cada uno con la respuesta histórica de acuerdo con su proceso
cultural, fuesen conservadores o liberales, quienes al interactuar en
la amplia gama de las instituciones políticas, administrativas y
culturales, dejaron ver la ambivalencia de sus historias.
El
enfrentamiento inevitable fue confluyendo en la victoria armada de
los liberales; sin embargo, al constituir éstos el poder político
con la Constitución de 1857, empezaría una etapa de lucha más
severa en el terreno nacional e internacional. De ahí que en la
década de 1860 a 1870, se presentaran en toda la república mexicana
nuevas relaciones de poder que permitieron, en los años posteriores,
la aceptación de alianzas entre liberales y propietarios que
desembocaron en el gobierno porfirista.
En
los estados del país se dieron dichas alianzas entre los antiguos
enemigos y, con ello, el reforzamiento de las oligarquías locales,
las cuales volverían a reforzar viejas formas de dominación. Así,
ante el liberalismo con sus limitaciones históricas, el quietismo
conservador y la inconformidad social prevaleciente, que fue
reprimida por el Estado liberal, se aceptaron las nuevas políticas y
la determinación de la reconstrucción regional.
En
tal contexto, Querétaro no fue la excepción en la conformación de
sus oligarquías, aunque los procesos históricos de los estados del
país fueran desiguales en cuanto al impacto borbónico del siglo
XVIII. Por lo tanto, dicho estado con fuerte acento novohispano se
preparó e incursionó en la historia nacional, de acuerdo con su
propia problemática. De ahí que el mundo colonial hispano fuera
defendido con más ahínco, en cuanto que la prosperidad queretana
fue afortunada en su modelo político económico del mundo borbónico,
al no desgarrarse como otros estados.
La
estructura colonial de Querétaro le permitió adaptarse mejor a la
figura del gradualismo-moderantismo, lo que lo llevó a tener un
reordenamiento menos violento en su tránsito al México nacional.
Aunque también hay que decir que el impacto de la propiedad
individual contractual configuró nuevos espacios de poder.
El
siglo XIX fue de conformación de la nación mexicana, en el que los
mexicanos se enfrentaron con decisión violenta, para que sus modelos
directivos fueran “aceptados” como el sendero conveniente y
seguro por el que tendrían que transitar y para que de ese proceso
histórico los grupos alternantes en el poder político se sintieran
los responsables de lo nacional mexicano.
Es
en este ambiente de lucha por el control del gobierno hacia la
formación del Estado nacional, en el que Ezequiel Montes se
desenvuelve, en la etapa tardía de lo que se llama República
Restaurada, ya que su correspondencia particular se refiere a los
años de 1873 a 1882. Dejaré que el mismo Montes se refiera a ellos.
En
el ambiente descrito, Ezequiel Montes Ledesma, según sus propios
datos, nació en el poblado de Cadereyta, Querétaro, el 26 de
noviembre de 1820, pero pasó los primeros nueve meses de su vida en
el pueblo de Bernal, y “por haberse secados los pechos” de su
madre a causa de una enfermedad, debieron llevarlo al pueblo de
Vizarrón con “virtuosa y adorada abuela” doña María Josefa
Nieto, con quien acabó de criarse alimentado con leche de cabra.
Aunque Vizarrón, continúa diciendo, era un pueblo humilde, fue su
modelo en los dulces años de su infancia, de seguridad, de fuerza de
costumbres y de religiosidad ejemplar, de acuerdo con una carta que
Ezequiel envió a Juan Camacho el 11 de agosto de 1881.
En
carta dirigida a su hermana Dolores el 29
septiembre 1878,
Ezequiel le recuerda que quedó huérfano de padre a los seis años
de edad, y a los 17 de madre, que:
…nada heredé de mis
padres… Que murió mi protector, el padre D. Manuel Ávila… en
Septiembre de 1841; y que desde entonces me he formado solo hasta
llegar a ser abogado, ministro de Estado, diputado cinco veces al
Congreso federal, y electo tres veces popularmente Magistrado de la
Suprema Corte de Justicia.
Seguramente
pasó su infancia entre carencias económicas, pero al referirse a
ella, Ezequiel nunca refleja amargura o tristeza. Al contrario, supo
afrontar la pobreza con virtud y moralidad.
En
1838 llegó a la ciudad de México, en donde el mes de julio entró a
estudiar al Colegio de San Ildefonso, y aun cuando tenía más edad
que sus compañeros, también es cierto que ya poseía una
personalidad cuyas características eran la energía y la dedicación,
virtudes que cultivó desde la niñez aplicándose al aprendizaje. Su
carácter ordenado y disciplinado le permitió llegar a ser un
excelente abogado.
En
1848, con estudios teológicos, de filosofía y jurisprudencia,
además de la oposición académica que realizó en el Colegio de San
Ildefonso, obtuvo en propiedad la cátedra de gramática latina. Al
año siguiente ingresó a la Academia Teórico-Práctica de
Jurisprudencia.
Al
mismo tiempo que se preparaba académicamente, su vida política
ascendió con gran rapidez, llevándolo a ocupar cargos públicos de
máxima relevancia: del Congreso de Querétaro en 1851 a la Cámara
federal, donde proyectó los frutos de su disciplina académica. En
1852 obtuvo, conforme a las formalidades del caso, el título
profesional de abogado, después de aprobar los exámenes de
jurisprudencia del Colegio de Abogados y de la Suprema Corte de
Justicia.
Como
abogado don Ezequiel padeció estrecheces económicas, aunque su
preparación académica y política, además de su talento natural,
lo condujeron finalmente a lograr fama y fortuna. Alcanzó ambas con
“negocios pequeños, precursores indispensables de los grandes”,
en los que destacan las cualidades que lo acompañarían toda su vida
profesional: constancia y paciencia que él vio que sus compañeros
no poseían.
Fue
un hombre que vivió el tránsito de las distintas formas de gobierno
del siglo XIX mexicano, y que entendió, como abogado de convicción
liberal moderada y con conocimiento objetivo, que el derecho era la
máxima creación del ciudadano que siempre debía prevalecer como
ordenador y legitimador de los actos de las personas físicas y
morales en la sociedad. Como los abogados de la primera mitad del
siglo XIX, Ezequiel hizo suya la idea de que en ellos recaía la
responsabilidad histórica de regular las nuevas relaciones sociales,
mediante la aplicación de la norma jurídica. Lo anterior
caracterizó a un grupo de ciudadanos que, dentro del liberalismo,
aceptaron el calificativo de moderados, tales como, entre otros,
Ezequiel Montes, Ignacio Comonfort, Luis de la Rosa y José María
Lafragua.
Como
persona pública, él mismo se consideró abogado honesto y de
reputación intachable, sintiéndose orgulloso de que nadie pudiera
censurarlo por ser hombre amante de lo ajeno, y de que la sociedad lo
identificara por su respeto inviolable al derecho de los demás y por
la honestidad con que dirigió negocios públicos y privados.
Esta
conducta en la esfera pública no fue distinta en su vida familiar;
armonía del liberal, quien estaba convencido de que el derecho rige
la vida ciudadana en todas sus manifestaciones. Como muestra de esto,
ante una deuda de la que se dudaba que fuera cierta, debido a que fue
atribuida a una de las hermanas de Montes, fallecida tiempo atrás,
éste ordenó el 1º. de febrero de 1875 a Dolores, otra de sus
hermanas, que satisficiera el cobro en cuestión, pues si bien no
existía “obligación civil de pagar al padre Martínez… sería
doloroso que no cubriéramos nosotros esa deuda de conciencia…
págala aunque el padre haya cobrado tarde -15 años después- y haya
errado en el nombre de nuestra hermana”.
Gala
de rectitud y honorabilidad de las que Montes siempre fue afecto y
que guiaron su conducta.
Treinta
y cinco años tenía Ezequiel cuando en México la definición entre
conservadores y liberales había llegado a su término por medio de
la confrontación armada para dar paso al liberalismo. La Revolución
de Ayutla marcó el hecho histórico en el que Montes aceptó la
lucha nacional en forma integral. Es decir, como liberal
individualista, su comportamiento fue radical con respecto a la
libertad del hombre y, como moderado, en cuanto que todo cambio
institucional tenía como única fuente el respeto a la ley y la
observancia de ésta.
Época
histórica en la que aceptó el reto de desempeñarse como servidor
público, en donde lo vemos transitar en el cargo de oficial mayor de
la Secretaría de Relaciones Exteriores y como juez propietario,
función que aprobó el ministro de Justicia Benito Juárez.
Coincidió con Ignacio Comonfort política e ideológicamente durante
el reacomodo de las fuerzas liberales triunfantes con el Plan de
Ayutla, al aceptar ser el aglutinador de los liberales moderados ante
el radicalismo de los puros.
Los
dos grupos de liberales, moderados y puros, al final de sus debates
parlamentarios –los más de ellos con marcado antagonismo-,
aprobaron y promulgaron la Constitución de 1857, instrumento que
utilizaron para hacer penetrar a México en el modernismo, imponiendo
con ello la nación liberal que sirvió para cohesionar en lo interno
a los progresistas propietarios; en lo internacional, para dar a
conocer jurídica y políticamente a la nación mexicana por medio
del Estado liberal.
Como
ministro de Justicia (13-XII-1855 a 9-XII-1856), Ezequiel Montes
defendió con su oratoria, junto a otros liberales, todos aquellos
actos del Ejecutivo del que formaba parte.
Enalteció
las figuras de jurista, abogado y político durante el periodo en que
ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores (8-I-1857 a
30-IV-1857). Resolvió el asunto de los asesinatos en las haciendas
de Chiconcuac y San Vicente, actos que fueron aprovechados para crear
el ambiente de confrontación internacional entre España y México,
aun cuando José María Lafragua, representante especial en Madrid,
evidenciaba que el fondo del asunto era, una vez más, el
intervencionismo imperialista que se negaba a escuchar.
Don
Ezequiel, sensible y respetuoso de la política exterior del
presidente Ignacio Comonfort, aceptó el cargo de enviado
extraordinario cerca de la Santa Sede. Ahí se enteró de los
vaivenes políticos de México. Mientras tanto, Comonfort desconoció
la Constitución, lo que provocó equívocos y traiciones que
desembocaron en la lucha bélica de los Tres Años. Ante el golpe de
Estado de diciembre, Montes se comportó como liberal respetuoso de
la Constitución, pues estando en Roma, los gobernantes golpistas le
ordenaron entregar los archivos de la legación al nuevo
representante, el conservador Agustín Franco, orden que se negó a
obedecer al fundamentar que sólo obedecía al gobierno interino de
Benito Juárez.
En
forma paralela a estos sucesos, en México Ezequiel triunfaba a pesar
de su ausencia en las elecciones de los poderes federales, siendo
declarado por ley del 21 de noviembre de 1857 magistrado de la
Suprema Corte de Justicia. Sin embargo, no tomó posesión del cargo.
Fue en 1861 cuando, también por elección popular, resultó diputado
por el distrito de Zumpango, decimoséptimo electoral del Estado de
México.
Se
encontraba en el ejercicio de ese cargo cuando, a mediados de 1861,
formó parte de la comisión gubernamental para elaborar el Tratado
de Amistad, Comercio y Navegación entre los Estados Unidos Mexicanos
y el Reino de Bélgica, el cual fue concluido el 12 de marzo de 1862.
Durante
la Intervención francesa y el Imperio tomó la decisión de
abandonar la ciudad de México, demostrando de esa forma su
desacuerdo con los mexicanos imperialistas y los europeos
intervencionistas que pretendían acabar con el México liberal.
Demostró, con ello, que el triunfo mexicano tenía que suceder a
pesar de algunos liberales moderados que se dejaron seducir por el
liberalismo de Maximiliano. Igual que otros liberales, Montes sabía
que para vivir en el contexto de las naciones, lo primero y último
que un nacional debía observar era la ley que emanaba de su
soberanía.
En
1867 se reafirmó el liberalismo nacional al derrotar al modelo
monárquico imperialista. Tras el triunfo de la lucha juarista se dio
un nuevo reacomodo entre los liberales y los conservadores, en su
calidad de propietarios. En el caso de Ezequiel, su honorabilidad
jurídica lo llevó a integrarse de inmediato a lo que conocemos como
Restauración de la República, de la que fue partidario y crítico.
Aunque la intención de los liberales fue legitimar su triunfo, esto
no logró llevarse a efecto debido, entre otras incoherencias, a que
si bien ya estaba dada la norma constitucional, aún faltaba que los
diversos y divergentes intereses de los vencedores, y por qué no,
también de los vencidos, se reajustaran en un México pleno de
contradicciones en el que el Gobierno-Estado actuó, en todas sus
estructuras, con justificantes coercitivos.
Tal
panorama se presentó con diferentes grados de conflicto, en el que
figuras como la de Ezequiel Montes serían partícipes del “México
nuevo”, necesitado de personas que no sólo quisieran ese México,
sino que supieran conformar a los mexicanos acordes al mismo deseo.
Coherente
con su ideología liberal, Montes actuó con visión histórica
procesalista criticando las acciones políticas de legitimación del
poder por medio de las elecciones, tanto en el último gobierno de
Benito Juárez, como en el de Sebastián Lerdo de Tejada. Fue en el
gobierno de éste cuando Montes demostró franca oposición, ya que
la vuelta del liberalismo radical entorpecía el desarrollo del
Estado, en cuanto detenía el proceso de la alianza entre
conservadores y liberales, ahora ya propietarios, cuya aspiración
era un Estado protector de derechos adquiridos, después de 50 años
de lucha, tal como vemos que se comportó como magistrado de la
Suprema Corte de Justicia, al formar parte de la comisión de ternas
del Tribunal de Circuito de Querétaro en 1878.
Ezequiel
Montes apoyaría, por lo tanto, la vía de un liberalismo moderado,
que en ese entonces parecía estar representado por el todavía
liberal Porfirio Díaz. Fue con el triunfo militar de éste y su
ascenso a la presidencia del país y después, en el gobierno de otro
general, Manuel González, cuando Montes retomó su personalidad de
jurista y de político como parte del Ejecutivo en calidad de
secretario de Justicia e Instrucción Pública, cargo al que renunció
por razones de auténtica enfermedad en 1882, para prepararse a
morir, lo que ocurrió el 5 de enero de 1883.
Correspondencia
particular: 1873-1882
A
más de 100 años del fallecimiento de Ezequiel Montes, la historia
del México nacional liberal cuente con el testimonio de la
correspondencia particular de dicho personaje, universo de
información de quien, sin afán de culto a la persona, plasmó su
conciencia y conducta. Epistolario con múltiples reflejos que al
conjugarse delinean al liberal moderado, prototipo de la armonía
individual con lo social, quien por encima de “nuevos valores
ideológicos” permaneció hasta el final de su existencia en la
defensa moderada de un liberalismo nacional.
Son
estas cartas fiel testimonio para comprender a Ezequiel Montes, quien
con su independencia vitalista enalteció la figura del hombre en su
actuar ciudadano. Respeto absoluto a la libertad de la persona
cívica, en su conciencia de no entregar ni un ápice de sus
facultades a ninguna figura política en detrimento de sus derechos,
ni aun al propio Estado.
El
fundamento real de la sociedad era para Montes el ciudadano liberal,
cuya existencia se debía al estricto apego a la norma jurídica que
fue su máxima creación.
Las
cartas de don Ezequiel, con su riqueza histórica, nos acercan a la
fuente de la fortaleza y continuidad de lo liberal, y también a las
propuestas del reforzamiento de su modelo sociopolítico, con
respecto a la libertad del ciudadano en la forma de gobernante según
su realidad, limitación y capacidad.
Ezequiel
Montes fue un liberal rígido como patricio en relación con su
familia y con la sociedad, aunque no supo o no pudo orientar a su
hijo Agustín de acuerdo con sus principios, de ahí que confundiera
la debilidad con el amor; como esposo, fue respetuoso con su mujer y
“amiga” María de Jesús; también fue hermano protector, en fin,
jefe de familia preocupado por procurarle bienestar. Tuvo una vida
familiar liberal, en su esfuerzo de mantener el tradicionalismo por
medio de la figura del matrimonio católico y con las relaciones de
parentesco. Sin embargo, debemos decir que la familia, lo mismo que
el Estado mexicano, en permanente proceso de modificación de
relaciones, fueron instituciones que demostraron a Ezequiel, al final
de su vida, que el México liberal daba paso a nuevas formas de
actuación a través del aburguesamiento de la oligarquía, que se
reflejaron en la confrontación de comportamientos. Así, Ezequiel,
cual profeta del desastre, perdió a su hijo y al Estado, por quienes
había luchado para lograr su felicidad.
Como
abogado y legislador tuvo como eje en el primero, la honorabilidad
romana y, en el segundo, como única base, el respeto republicano en
la división de los poderes políticos. Persona pública que se deja
ver como demócrata electoral, opositor al gobierno “hipócrita de
Sebastián Lerdo de Tejada”, o crítico de sus compañeros de ruta
partidista, ya fuese Benito Juárez, Manuel González o Porfirio
Díaz.
De
pensamiento modernista, don Ezequiel se refería al desarrollo
económico de los Estados Unidos de América como modelo floreciente
a seguir por parte de los mexicanos; también al opinar del tema
obligado del progreso, cuando expresó la necesidad de seguir
construyendo más vías férreas en el país.
Fue
un mexicano nacionalista que alternó la actividad pública y la
cotidiana privada con el mundo clásico romano, al que recurrió para
normar su comportamiento total hasta el grado de dar sentido a su
visión histórica, fundamentándola en la medida del conocimiento y
funcionamiento de las instituciones liberales. Lo anterior, para
adquirir la claridad del reforzamiento de lo nacional interno, con el
fin de crear un México internacional indisoluble del país, al que
contribuyó a formar de acuerdo con el amor a su patria provinciana:
Querétaro.
La
década de 1873 a 1882, que es sobre la que versan las cartas de
Ezequiel Montes, corresponde a la etapa, como ya se dijo, del
liberalismo en el poder político. Los liberales en los gobiernos de
Benito Juárez, Porfirio Díaz y Manuel González, se encargaron de
demostrar que la legitimación burguesa del poder estatal por medio
de elecciones no sería un camino de fácil tránsito. En las cartas
se demuestra que el fraude electoral, o si se quiere, la manipulación
organizativa de las elecciones, seguiría siendo parte integrante de
la cultura política del mexicano, cuyo proceso histórico estaba
fundamentado en los paradigmas coloniales, remozados con los anhelos
modernistas neocoloniales; de ahí la prolongación negativa de la
historia de las elecciones.
Don
Ezequiel habla de fraudes electorales, en los que el propio Benito
Juárez intervino; el mismo Montes recurre a la forma organizativa de
control electoral durante las elecciones celebradas en San Juan del
Río y Cadereyta en 1873.
En
relación con el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, Ezequiel
reprueba su actuación, durante el interinato y en las elecciones
para reelegirse como presidente de los mexicanos. Durante este
tiempo, por medio de la correspondencia de Montes, vemos un México
pobre en lo económico y temeroso en lo político. Situación que se
refleja cuando Montes apoya por un lado, como político, al
militarismo de Porfirio Díaz y, por el otro, como jurista, elogiando
la lucha legalista de José María Iglesias.
Interesante
resulta conocer cómo, durante esta época, Montes fue tocado por el
juego político con la aspiración de ser presidente del país. Fue
alentado por Ignacio Cumplido, cuya tarea empresarial periodística
influía en el escenario político, tal como consta en las cartas que
Montes escribió a varios personajes de la época. Anhelo que pronto
se enfrió al darse cuenta de que el mexicano en turno para llegar a
la presidencia era su amigo Porfirio Díaz.
Son
múltiples y variados los temas que encontramos en este epistolario.
Así, somos testigos de la muerte de Manuel Lozada; de la revolución
legalista de José María Iglesias; de los ideales de Tuxtepec y del
gobierno de Porfirio Díaz de 1878 a 1880, entre otros.
Aspecto
importante es el desempeño de Montes en el gobierno de Manuel
González: siendo secretario de Justicia e Instrucción Pública, lo
encontramos actuando en la plena estructura del Poder Judicial a
nivel nacional o, en su caso, influyendo con sus opiniones en contra
del positivismo y los sostenedores de dicha ideología.
En
el aspecto económico, vemos a un Ezequiel Montes como fiel reflejo
del liberalismo triunfante. Nos habla del espíritu empresarial al
insertarse en la actividad minera; como liberal sensual, al crear en
Taxhidó un balneario para él y sus supuestos amigos; o como liberal
litigante, al conocer y adquirir propiedades que aún en la década a
tratar, podían adquirirse en el estado de Hidalgo. En fin, un
liberal partidario del modernismo tecnológico, al reconocer el papel
importante de los ferrocarriles.
En
ese mundo de cada vez más dependencia tecnológica vemos a don
Ezequiel solicitar a sus amigos residentes en Francia, todos los
instrumentos de aseo personal y vestuario o, en su caso, peticiones a
los agentes libreros de obras sobre medicina, historia y literatura
que formaron parte de su biblioteca, la cual algún día se propuso
vender dada la penuria económica por la que atravesó como miembro
de la judicatura lerdista.
En
lo público, vemos al liberal casi místico de disciplina casi
conventual, al convertir su casa en una extensión de su oficina, en
donde continuaba su trabajo, como litigante o ya sea como
funcionario.
En
fin, la correspondencia particular de Ezequiel Montes es parte del
proceso de la formación de las oligarquías nacionales del siglo XIX
mexicano, las cuales experimentaron diferentes formas de gobierno,
desde el imperial iturbidista, el federalista hasta el centralista,
representados por aquellos individuos que aceptaron su filiación
conservadora o ser partidarios del liberalismo político y económico;
ambas posturas ideológicas que en su momento aceptaron la alianza
con el militarismo persistente de lo colonial borbónico que se
prologó hasta la segunda mitad del siglo decimonónico.
Diferentes
formas de gobernar con la única meta de tomar el poder político y
así convertirse en el único modelo histórico válido. Por lo
tanto, oligarquías que en su tiempo impusieron sus normas de poder
político administrativo, para construir o destruir el modelo social
antagónico, cuya confrontación entre el tradicionalismo y lo nuevo
se plasmaría en el idea del Estado nacional, como reflejo de las
adaptaciones necesarias en el contexto del neocolonialismo.