Viajar
en el México del siglo XIX era digno de una hazaña, debido a lo
accidentado del extenso y variado territorio geográfico, aunque en
nuestra época introducirse a ciertas regiones sigue siendo difícil.
La
aventura era una parada segura de los viajeros, pues sobraban
motivos para embarcarse en una serie de peripecias dignas de
encontrarse en un libro, entre ellas, lo inhóspito de los lugares,
los pocos y descuidados caminos que unían al país, los temidos y
continuos asaltos y, por último, pero no menos importante, la
curiosidad de los viajeros que los hacía partícipes de las
pintorescas costumbres y tradiciones que a su paso veían en los
poblados, dando como resultado una extraña pero atractiva
experiencia.
Es
necesario decir que muchas de las noticias acerca de lo que acontecía
política, social y económicamente en las regiones, naciones y
continentes se debía gracias a los comentarios, memorias, informes o
libros que los viajantes hacían o escribían; una mala o buena
impresión podía cambiar el rumbo del imaginario de algún lugar,
por lo que los poblados quedaban guardados en la memoria dependiendo
de la opinión del autor.
Es
pues este pequeño ensayo una descripción y un análisis del viajero
y el paisaje de la geografía y la historia decimonónica que muy
seguramente le tocó vivir a Ezequiel Montes Ledesma en su andar por
estas tierras, ya sea al salir de la capital y viajar hasta
Cadereyta, Querétaro, su tierra natal, o cuando viajaba a
poblaciones de los estados de Hidalgo, Guanajuato y México a los
cuales alguna vez representó como diputado.
Trataré
pues de acercar al lector al relieve natural y cultural que se pudo
haber visto y vivido en esos años, desde el punto de vista de un
historiador, a la usanza de aquellos viejos viajeros que narraban lo
que acontecía como si fuesen una especie de estudios históricos
regionales.
No pretendo usurpar el lugar del geógrafo, quien tiene su propio
objeto de estudio, enfoque y método, los cuales se asemejan a los
nuestros en la historia pero que cambia la óptica de estudio por muy
poco que sea. Utilizaré entonces algunos consejos o ejemplos que
ellos han hecho en sus trabajos, en específico en lo que denominan
geografía humana
y social, y nosotros llamamos historia social, historia económica,
historia de la cultura e historia política y que si pensamos juntos
ambos enfoques podríamos llamarle geografía histórica,
término que ellos también utilizan y que es muy parecido al
nuestro, pero que por azares del destino está muy poco hermanado al
hacer estudios interdisciplinarios.
Volviendo
a nuestro tema de estudio, es importante señalar que a pesar que el
señor Montes Ledesma no recorrió grandes distancias entre su hogar
en Querétaro y la ciudad de México en el centro mismo de la
República mexicana, su viaje del Altiplano central
a las entradas del Bajío en la antiguamente Gran Chichimeca,
representaba un andar de varios días que dejaba maltrecho el cuerpo
de hasta el más agraciado en salud.
La
travesía implicaba recorrer localidades poco habitadas y muy
alejadas de las costumbres citadinas (para aquellos amantes de la
urbe) como lo narran autores como Guillermo Prieto y Antonio María
de la Llata, y que por su puesto distaban de las comodidades
catrinescas.
La comida por ejemplo, podía no ser el más suculento platillo pero
ante la indomable hambre pocos se oponían a saciar el apetito. Tal
vez dormir en los portales de los pueblos varados en el camino no era
lo más cómodo posible, pero descansar el cuerpo del trote de los
caballos por un par de horas revitalizaba al más rudo individuo.
Es
importante señalar que el paisaje de Querétaro como estado fue
modificándose lentamente si miramos desde un telescopio y
rápidamente si lo vemos desde un microscopio (y no me refiero a las
delimitaciones territoriales que, aunque poco, han cambiado, sino al
paisaje urbano y natural transformado por el hombre), ya sea por las
guerras o guerrillas constantes o por los intentos modernizadores de
fin de siglo por parte de los gobiernos federal, estatal y en algunas
ocasiones local. Así, es muy probable que el Querétaro que vio de
niño Ezequiel Montes (1820-1837) haya cambiado para las décadas
posteriores en que Guillermo Prieto (1853-1855) narra su tránsito
por la entidad, y que haya cambiado aún más con la Guerra de
Reforma y con la Intervención francesa
que, sabemos muy bien, tuvo consecuencias en varios poblados y
ciudades como San Juan del Río y Santiago de Querétaro, siendo la
capital estatal la más devastada. Recordemos que estaba divida en
los bandos imperialistas y republicanos y fue aquí donde murió el
sueño imperial. Ya en el Porfiriato,
Querétaro se vio beneficiado con el impulso modernizador llevado a
cabo desde la Presidencia y desde el Ejecutivo estatal que recayó
por muchos años en Francisco González de Cosío.
Cabe mencionar que aunque en la primera mitad del siglo decimonónico
existían tramos del gigante de acero, no comprendía aún la ruta
Ciudad de México - Querétaro, si no hasta la década de 1880.
La
tan repetida ventaja del ferrocarril en Querétaro produjo una serie
de factores cambiantes en el andar del viajero y el horizonte, pues
de pasar a viajar por caminos de tierra o empedrados se pasó a
transitar por vías férreas, y de durar dos días el viaje desde la
Ciudad de México, ahora se hacían unas cuantas horas, nueve para
ser más precisos, a la capital queretana, como se narra en una
descripción de esos años: “¡Hemos recorrido en nueve horas el
espacio que, no hace un año todavía, se atravesaba difícil y
penosamente en un viaje de dos días mortales!”.
Viajes,
travesías y peripecias
Iniciaremos
nuestra andanza, describiendo y ubicando primero los viajes que se
hacían en diligencia desde la Ciudad de México y, después, los
hechos por la máquina de vapor.
A
la salida desde algún punto al norte de la capital del país salían
las diligencias (tal vez en alguna de ellas iría Ezequiel Montes),
carros o como hoy los llamamos carruajes tirados por animales con
rumbo hacia el norte en busca del Camino Real de Tierra Adentro,
herencia hispánica hecha para fines administrativos, comerciales,
políticos y sociales, pues por ahí
se
abastecían y controlaban los granos del Bajío y de minerales de
Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí y demás minas que abundaban
y abundan.
Así,
se emprendían los viajes en carruajes pintorescos llenos de
costumbres y hábitos ajenos a nosotros y propios del siglo XIX, en
los cuales convergían estratos poblacionales, desde el pueblo llano
hasta los más pudientes. Estos últimos seguramente creían
engalanar los viajes y las tierras por las que pasaban, pero en
verdad hacían más rico y nutrido el paisaje cultural, sin olvidar
por supuesto a las pujantes y nacientes clases medias que veían con
un ojo de la vida cortesana y con el otro de la rumba popular.
Así
pues, se hacía una primera escala para que subieran más pasajeros y
las revisiones los y pagos de alcabalas y peajes, preparación para
empezar uno de los tramos ascendentes y accidentados entre la
frontera mexiquense e hidalguense. Continuaba después el recorrido
entre uno y otro movimiento brusco que hacía domar el ansia de la
desesperación por arribar pronto al destino final. Es aquí donde
el paisaje tomaba un sin fin de formas con curvas, terrenos
desiguales y naturaleza abundante, con variedad de árboles y campos
que invitan a pensar en la creación divina de la Tierra o en la
explicación científica de la vida, según sea el credo que profese
el viajante-lector.
Horas
más tarde se pasaba por San Miguel de los Jagüeyes en Huehuetoca,
estado de México; si la diligencia creía necesario una parada de
largo tiempo lo hacía y si no se hacían los deberes pertinentes
para después seguir de largo, pues a poca distancia quedaba Tepeji
del Río, en Hidalgo, un lugar lleno de agua y con extensiones
majestuosas de tierras impregnadas de color verde, aptas para sembrar
y que ofrecían un lugar más cómodo y práctico para descansar,
proveerse de víveres, recuerdos y cosas en general, dado que era un
paso forzoso para comerciar, por lo que el viajante encontraba más
variedad de objetos y por supuesto de alimentos en las fondas. En
ocasiones, si la noche no apremiaba, el paseante solía dormir bajo
este suelo y si no proseguía su camino hasta Arroyo Zarco, de nuevo
en el estado de México; ahí, frente al camino, se pernoctaba en una
posada de buenas dimensiones y elegantes muebles, según cuenta
Guillermo Prieto, lo que hacía cómoda la estancia en este pueblo,
para que en un par de horas más, como a las dos o tres de la
madrugada, se emprendiera de nueva cuenta la marcha de la diligencia.
Ya bien amanecido y después de ir descendiendo poco a poco en el
camino, se llega a las inmediaciones de San Juan del Río desde donde
se apreciaban los valles repletos de cultivos por aquí y por allá,
que hacían pensar en el pasado glorioso de esta ciudad, de este
estado (en algunas ocasiones era llamado Departamento, dependiendo
del gobierno en turno) y de esta región: el Bajío.
San
Juan del Río es y ha sido la segunda ciudad en importancia en el
estado de Querétaro y se encuentra ubicada al sureste de dicha
entidad en el Bajío queretano.
Colinda con el estado de Hidalgo al este y al sureste con el estado
de México, al sur con el municipio de Amealco, al oeste con el
municipio de Pedro Escobedo y al norte con el municipio de
Tequisquiapan. Pero en el año del 1870, al ser cabecera de distrito,
colindaba con los distritos de Tolimán y Cadereyta. Cabe recordar
que Tequisquiapan era parte de dicho distrito sanjuanéense, igual
que de dos pueblos: San Pedro Ahuacatlán y San Sebastián de las
Barrancas, así como de varios ranchos y haciendas.
De acuerdo con estas descripciones, entendemos que arribar a San Juan
era punto medular para introducirse al estado queretano ya sea hacia
la capital estatal, municipios sureños, municipios semidesérticos y
Sierra Gorda, enclave por tanto excelente para conseguir víveres
para el camino o lugar apto para descansar y hasta residir.
Siguiendo
con nuestra explicación, a la llegada a San Juan del Río bajaba una
calle hasta una plaza que tenía por continuación el camino hacia la
capital queretana, mientras en la entrada del poblado se encuentra el
templo del Señor de Sacromonte, más adelante se observaba el río
donde la gente solía ir a recrearse, y hacia el norte de San Juan se
encuentra la salida a Tequisquiapan pasando por la hacienda La Llave.
Aquí
descansaban nuestros viajeros (seguramente entre ellos don Ezequiel
Montes Ledesma) y comían en sus portales, convivían y brindaban con
nostalgia, pues aquí se dividían los caminos de muchos hacia los
distintos rumbos antes citados. Es probable que el borlote de la
gente en general al comprar, vender, arribar o emprender el camino,
hacía muy zarandeada la vida para las dimensiones que en ese
entonces tenía la ciudad, aunque cabe señalar que no siempre fue
así durante el siglo decimonónico.
A
mediados del siglo XIX la industria sanjuanéense era decadente, su
población se estimaba en cerca de 30 mil habitantes, de los cuales
Prieto narraba que eran muy trabajadores.
Pero tan sólo un par de años más tarde la guerra de Intervención
invadió al país y en gran medida al estado de Querétaro, que desde
la capital hasta la Sierra Gorda tuvo enfrentamientos que dejaron aún
más en declive la economía y la estabilidad sociopolítica. San
Juan del Rio no fue la excepción y fue peleada por republicanos e
imperialistas un par de veces, modificando el paisaje urbano del
lugar y reduciendo la cantidad de diligencias y viajeros que pasaban
por ahí; años más tarde la segunda ciudad queretana volvería a
tener una recuperación económica.
Mientras
tanto, volvamos un poco al viaje en carruaje antes citado.
Probablemente Ezequiel Montes seguía su camino hacia Cadereyta
haciendo paso forzoso por la hacienda La Llave, al norte de San Juan
del Río, finca afortunada por estar rodeada de agua: ríos al sur y
al oriente, igual que una presa, la cual favorecía los cultivos
variados de estas tierras entre los que destacan el maíz, trigo,
frijol, garbanzo, etcétera.
Sus
aposentos ofrecían un respiro seguro antes de partir nuevamente
rumbo al norte donde se encuentra Tequisquiapan (a dos horas en
caballo de la hacienda La Llave). En la actualidad dicho lugar es un
municipio, pero recordemos que en esos años pertenecía al distrito
de San Juan del Río y que al parecer era una villa solitaria que de
repente parecía salir de la nada en el camino, con su vistoso río
rodeado de árboles enormes y frondosos, igual que campos fértiles
que nutrían de color al pueblo.
En
la plaza se encontraba la iglesia de color rosado y al parecer el
único edificio que hacía resaltar la fisonomía del pueblo que se
basaba en casas pequeñas de piedra muy distantes unas de las otras.
Igualmente empedradas estaban las calles aledañas a la plaza y un
intento de banquetas en una que otra arteria. Al parecer la época de
bonanza en Tequisquiapan había quedado atrás, con sus telares y
cultivos extensos que pudieron dar trabajo a la comunidad, pero a
mediados del siglo XIX no quedaba más que lo que hemos descrito y,
por supuesto, la hacienda donde se ubicaban los más portentosos
sembradíos y la opulencia no sólo de los dueños sino de un puñado
de gente que acompañaba el lugar. Es probable que del río hacia el
norte viviera la gente más acaudalada y del río hacia el sur, en
los barrios de San Juan y Magdalena, habitara la gente más
menesterosa que eran los indígenas.
Como
mencionamos con anterioridad, el pueblo se estaba deshabitando poco a
poco con la ruina de los telares, y los arrieros que antes hacían
fluir de gente y dinero la villa y sólo los días de plaza, es decir
el domingo, Tequisquiapan volvía por un día a llenarse del ruido
que emanaba de la convivencia humana. No obstante, falta decir algo
importantísimo para el lector que de seguro fue una actividad del
viajante a su parada en Tequisquiapan: los baños de aguas termales
que aparecían en todas partes del pueblo como insinuándose para
sumergirse en ellas.
Retornando
a nuestra ruta, más hacia el norte, queda Cadereyta, tierra
considerada por algunos de destierro y por otros una parada
importantísima antes de adentrarse a la inmensa Sierra Gorda.
Cadereyta,
lugar en donde nació Ezequiel Montes Ledesma, se encuentra al
noreste del estado y al norte de San Juan del Río y Tequisquiapan en
la región del semi-desierto,
fue fundada en 1640
como lugar apto para evangelizar a los chichimecas de la Sierra
Gorda; durante el siglo XIX fue distrito y a él pertenecían los
municipios serranos (Pinal de Amoles, Jalpan, Landa de Matamoros, San
Joaquín, Arroyo Seco, entre otros). Fue nombrada ciudad en el año
de 1861, por órdenes del gobernador en turno, debido muy seguramente
a su crecimiento poblacional, aunque a decir verdad tenía serios
problemas acuíferos y la escasez de agua era una constante, a pesar
de que fue fundada al lado de una laguna, pero en el siglo XVIII bajó
el nivel de agua, lo que trajo serios problemas a los habitantes.
Tales vicisitudes las cuenta muy bien Guillermo Prieto en sus Viajes
de orden suprema:
“Allí
se agolpa un tumulto día a día en Cadereyta no con pipas ni con
botijas sino jarros y botellas. Está el chorro custodiado como si
fuese una imprenta con guardias, alias censores, que miran lo que
gotea. A tomar su prorrateo todos los vecinos llegan cual viudas y
retirados a Pedro Vélez se acercan”.
De
este poblado se resaltan sus iglesias: La Soledad, Nuestra Señora de
Belén, San Pedro y San Pablo y La Santa Escala que embellecían y
embellecen la plaza principal y el pueblo; también se distinguía el
gran caserío dividido por sus grandes y solitarias calles
demostrando que ante las dificultades físicas y climatológicas el
temple y la fe aminoran los problemas. Es importante su ubicación
protegida por los cerros y rocas ayudando a aquel valle a sobrevivir
durante siglos.
Como
todo pueblo o centro de congregación, Cadereyta se veía beneficiada
de la parroquia, la misa de los domingos y su subsecuente día de
plaza pues, como suponemos, la gente acudía desde lugares remotos en
la Sierra Gorda, como El Doctor o lugares más cercanos como Vizarrón
para comerciar o regatear, para convivir y divulgar las novedades de
la región. Ahí destacaba el mercado del Baratillo, lugar apto para
encontrar desde carne hasta hierbas y aceites, al mismo tiempo que
los mesones se atiborraban de gente disfrutando los manjares
culinarios.
En
1872 se inició la construcción de una fuente recolectora de agua de
los manantiales que aminoró la problemática del vital líquido.
Dicho pozo artesiano fue construido gracias a la actuación e
iniciativa de Ezequiel Montes, que en más de una ocasión intervino
para agilizar su edificación en beneficio de la comunidad, pues
conocía de antemano las dificultades
para
proveerse de agua. Quién más que él para entender a los
pobladores.
Años más tarde, en 1888, un distribuidor de agua
benefició todavía más a la tan apremiante necesidad primaria; sin
duda alguna ambas construcciones contribuyeron a disminuir la posible
emigración de estas tierras estériles a los valles fértiles de
Querétaro u otras regiones. Apreciamos entonces que la forma de
proveerse de agua seguía siendo a la vieja usanza: por medio de
pozos artesianos y por tanto utilizando los servicios de los
aguadores para trasladar agua a las casas. Tuvieron que pasar algunos
años desde la muerte del señor Montes para que se construyera dicho
distribuidor y fuente de agua más grande que sirviera para el
abastecimiento de un mayor número de gente.
Hacia
el noroeste de Cadereyta queda la villa de Bernal,
y hacia el norte centro se encuentra Vizarrón, que fue designado
pueblo en 1847 con el nombre de San José de Vizarrón y que en
nuestros días lleva el nombre de Vizarrón de Montes. Fue aquí
donde Ezequiel Montes vivió la niñez con sus padres. En la
actualidad no es tan grande y en esos tiempos debió tener
dimensiones parecidas, pero sin tantas divisiones en los lotes que
hoy componen varias casas, pues al parecer las familias Vega y Montes
eran las principales acreedoras del circuito central de la población.
Desde aquí se tiene una vista magistral de la imponente Sierra Gorda
queretana y más a lo lejos, al oriente, la parte proporcional de la
hidalguense. Aquí la población se dedicaba y dedica casi en forma
exclusiva a la extracción de cantera y mármol, actividades fáciles
de comprender al ver a lo lejos las minas que dominan el horizonte.
Si
lo pensamos bien, en el siglo XIX y siglos anteriores, el trayecto
hasta aquí debió ser difícil y lento, asediado por un apabullante
sol que, al sonar de las patas de los caballos y mulas, hacía
parecer que nunca se llegaría al destino. Sin embargo, para las
andanzas de don Ezequiel no fue el lugar más remoto al que viajó y
en el que habitó, pues en las
inmediaciones
de los estados de Hidalgo y Querétaro está un lugar llamado
Taxhidó, al este de Tequisquiapan, el cual no tiene ni tenía camino
directo desde Vizarrón y para llegar a él tenían que hacer escala
en Tecozautla, Hidalgo, o en ocasiones, si no había víveres, hasta
Huichapan, también en Hidalgo.
Ahí
hacían escala para surtirse de víveres y hacer un largo respiro
antes de iniciar el largo trayecto al silencioso Taxhidó, rodeado de
barrancas y peñas que se asemejan a alguna postal de Arizona. Para
asombro del lector o del viajero, es contradictorio ir a los lugares
antes citados en Hidalgo pues quedan más al este que Taxhidó, es
decir, se tiene y tenía que ir hasta Tecozautla y Huichapan para
después regresar y adentrarse en las inhóspitas tierras rojas de
Taxhidó en la plena línea divisora de los estados de Hidalgo y
Querétaro. El lugar se encuentra en una cañada bañada por el agua
de los ríos cercanos y de la presa de Zimapán. Finalmente, después
de muchas horas y días de andar trotando, partiendo desde la Ciudad
de México pasando por San Miguel de los Jagüeyes, Tepeji del Rio,
Arroyo Zarco, San Juan del Río, Tequisquiapan, Cadereyta,
Tecozautla o Huichapan se llega a este tranquilo, enigmático e
inspirador lugar, en el cual Montes Ledesma se aislaba del bullicio
de la sociedad para así pensar, reflexionar y escribir acerca de su
convulsiva época.
Una
máquina cambia la forma de atravesar el país
El
tren llegó a San Juan del Río y con ello al estado de Querétaro en
el año de 1882. Un avance tecnológico que transformaría la vida
cotidiana y económica de la sociedad, que si bien se dio durante el
gobierno del presidente Manuel González,
el devenir histórico la clasifica dentro del Porfiriato y dentro del
primer periodo del gobernador Francisco González de Cosío. Lo que
parecía sólo un cambio en la geografía física, llevaba consigo
modificaciones en las relaciones socioeconómicas de los prestadores
de servicio como los mesones, las diligencias, los comerciantes y
vendedores en general de cualquier cosa indispensable en el camino
del trotamundos como alimentos, vestimenta, bebidas etcétera.
A
continuación narraremos las peripecias en ferrocarril del viaje de
la Ciudad de México a Querétaro.
Salía
el tren desde la estación Buenavista al norte de la Ciudad de
México, en donde una vez abordo se alcanzaban a ver a las
construcciones más grandes de la “Ciudad de los palacios”, y se
admiraba el panorama del valle de México e iniciaba la vista de la
Sierra de Guadalupe, en un par de horas los usuarios del ferrocarril
observaban planicies que alertaban la llegada a Huehuetoca, en el
estado de México.
De
nueva cuenta, a lo lejos, se percibía el accidentado terreno que
hacía ver arrugas en el horizonte que indicaban que estaba próxima
la parada en Tula en tierras hidalguenses, la vegetación boscosa
llena de fresnos deslumbraba muy posiblemente al viajante no
importando clases sociales, sumado al hecho de correr un tramo
paralelo al río de dicho poblado, desde donde se veían las casas y
los sembradíos cercanos al agua que daban una serie de colores y
formas pintorescas que pudieron inspirar a los pintores y no pintores
a realizar el oficio del pincel y el lápiz. Finalmente se atravesaba
el puente de Tula que al parecer era de gran ingeniería, pues
deslumbraba a primera vista.
De
repente el camino cambiaba su fisonomía y de ser verde, corpulento y
conífero pasaba a ser seco, árido y con poca vegetación, tal vez
sin gran valor para muchos, pero no faltaría aquel personaje que
viera en dicho paisaje opción para la pupila, muy probablemente bajo
la tranquilidad y el temple que nos dan estos lugares, donde el calor
es seguro.
Transcurrían
un par de horas y el gigante de acero hacía su aparición en San
Juan del Río, ya en tierras queretanas, bajaba hacia el valle de San
Juan y era ahí en donde de nueva cuenta la sorpresa de la gente se
hacía presente al admirar el resultado del trabajo arquitectónico
que se veía en una curva prolongada en las postrimerías de la
ciudad, de la cual algunos autores sanjuanenses hacen referencia en
sus escritos, igual que la majestuosidad del puente que pasaba por
encima del rio San Juan.
Así, las vías del tren tocaban el norte de la ciudad y en ella se
encontraba su estación. Algunos bajaban aquí para emprender un
nuevo destino, otros seguían su curso hasta Santiago de Querétaro.
A
las afueras de la estación del tren se crearon líneas de tranvías
suburbanos de tracción animal que prestaban su servicio hacia dos
puntos: la iglesia del Sacromonte y la garita de Querétaro, haciendo
más completo el servicio para los viajantes, turistas y lugareños
que veían sobrevivir algunas actividades económicas para dar
creación a otros servicios como este del ferrocarril urbano.
Hacia
finales del repetido siglo decimonónico, San Juan del Rio recobró
sus bríos económicos, y no sólo en la agricultura sino en la
ganadería y en las ramas textil, cervecera y harinera.
También es importante señalar que en la última década de dicho
siglo se instaló en la urbe un taller para ferrocarriles, lo que
propició la creación de más fuentes de trabajo para los
habitantes, lo que se veía reflejado en el aumento del flujo
económico. De acuerdo con lo anterior, el San Juan que pudo ver en
los últimos años Ezequiel Montes distaba de aquel punto de pasada
que parecía perpetuarse en la imagen del viajero como pueblo
estático, pues ahora se veía beneficiado por los primeros impulsos
modernizadores del Porfiriato.
Cabe
señalar que Ezequiel Montes no utilizó este medio de transporte
para llegar a San Juan del Río, a pesar de que fue contemporáneo de
la creación de esta línea ferroviaria. ¿Por qué no lo utilizó?
Tal vez por sus múltiples ocupaciones como ministro de Justicia o
porque cuando se inauguró el tren en Querétaro no pudo asistir por
estar gravemente enfermo de cálculos en la vejiga;
sin embargo, estaba muy bien enterado de la construcción de las vías
férreas, tanto es así que en su correspondencia particular hace
mención del tema, exhortando a su hermana Dolores Montes a viajar en
el ferrocarril central que ya llegaba a San Juan del Río, y que si
ella decidía dejar Huichapan para irse a vivir a Cadereyta su
traslado a la estación del tren sería en corto tiempo.
El
conocimiento del progreso del país auspiciado por el desarrollo
ferroviario era bien conocido por Montes y sus cartas son la prueba,
pues menciona que ya había líneas férreas en las ciudad de México
y de León, en Chihuahua, Sonora, o en Mérida,
por ejemplo. Él vivió más de un lustro en Europa y entendía de
antemano los bienes económicos que el gigante de acero aportaba a
las arcas de una nación, así que aunque no lo utilizó para llegar
hasta el estado de Querétaro, no significa que fuera tema ajeno o
desconocido para este ilustre mexicano.
Conclusiones
Como
podemos observar, el paisaje físico y social de los pueblos,
regiones, estados como Querétaro y México en general fueron
cambiaron paulatinamente durante el tan mentado siglo decimonónico,
para bien o para mal de los grupos sociales que vivieron en esa época
y en esos espacios, trayendo consigo avances tecnológicos en
transporte que modificaron el entorno físico y las formas de
relacionarse entre sí y con él, dotando nuevas formas al entramado
humano y que se vieron reflejadas en la vida política, económica y
cultural.
El
siglo XIX fue el periodo de la creación y el auge del ferrocarril,
por lo que apenas llegaban las vías férreas las redes
socioeconómicas cambiaban entre los viajeros, pobladores,
locatarios, diligencias, comerciantes, etcétera. Por ejemplo, en
lugar de realizar un viaje en carruaje, la gente prefería pagar el
boleto del ferrocarril (por supuesto los que podían pagarlo), a su
vez los portales se veían afectados dado que ya no recibían el
mismo flujo de viajeros, pues estaban ubicados al lado del Camino
Real de Tierra Adentro y a pesar de que el Ferrocarril Central siguió
un curso parecido, varió en algunos poblados. De manera global,
pensemos que aquellas familias y grupos de comerciantes que ofrecían
alimentos, indumentaria y objetos en general para los trotamundos
veían decaer su economía, las famosas diligencias desaparecieron
poco a poco, excepto en regiones en donde nunca se vio la llegada del
tren, aunque muchos años después las carreteras y los automóviles
motorizados terminaron de enterrar tal usanza.
Regresando
a nuestro tema, se desmantelaron y relegaron así las antiguas formas
de comerciar y llevar consigo el conocimiento de los pueblos, pasando
a una nueva etapa de nuestra nación que trató de articular las
distintas regiones de México y con ello sus actividades económicas
mediante un transporte que garantizara el traslado de productos
prioritariamente agrícolas y mineros en menor tiempo y mayor
proporción, para fines de exportación nacional o internacional, lo
que aceleró drásticamente la economía, etapa que conocemos como
Porfiriato y a nivel mundial como capitalismo.
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