El
México que surgió con la restauración de la República tras el
triunfo definitivo del proyecto liberal, a fin de evitar la tiranía
había optado por un Ejecutivo imposibilitado para ejecutar y un
Legislativo que no se conformaba con legislar. México era un país
dividido y escasamente comunicado donde caciques y caudillos se
disputaban el control de sus respectivas regiones, mientras el poder
central recurría a los poderes de emergencia ante las emergencias
que lo obligaban a ejercer el poder. En este contexto, el estado de
Querétaro fue escenario del enfrentamiento entre las directrices
dictadas por el centro e impuestas por gobernantes leales al gobierno
federal y la oposición de aquellos que clamaban por el respeto a la
Constitución, la soberanía de los estados y la autonomía de las
regiones.
Una
vez derrotado el Imperio de Maximiliano y a un mes de haberse
reinstalado el gobierno del presidente Juárez, en el primer número
del Diario Oficial de fecha 17 de agosto de 1867, apareció
publicada la Convocatoria para elegir presidente de la República,
diputados al Congreso de la Unión y presidente y magistrados de la
Suprema Corte de Justicia. Además de cumplir con el requisito legal
de convocar a elecciones, el artículo 9o. de la Convocatoria
proponía una lista de cinco reformas constitucionales con las que se
pretendía reforzar el poder del ejecutivo, a saber:
Que el poder legislativo de la federación
se deposite en dos cámaras; que el presidente de la República tenga
facultad de poner veto suspensivo a las primeras resoluciones del
poder legislativo; que las relaciones entre los poderes legislativo y
ejecutivo, sean por escrito; que la diputación, ó fracción del
Congreso que quede funcionando en sus recesos, tenga restricciones
para convocar al Congreso a sesiones extraordinarias; que se
determine el modo de proveer la sustitución provisional del poder
ejecutivo, en caso de faltar a la vez el presidente de la República
y el presidente de la Corte Suprema de Justicia.
La
Convocatoria provocó la primera gran crisis política de la
República Restaurada. Una importante corriente de opinión pública
federalista y constitucional, a la que se sumaron los representantes
de intereses regionales, la clase media ilustrada y los integrantes
del Congreso federal, se opuso. Los grupos de poder local vieron en
la Convocatoria una grave amenaza a los principios del liberalismo y,
fundamentalmente, a su autonomía. Era obvio que Juárez pretendía
allegarse aquellos recursos legales que le permitieran fortalecer su
poder. De índole federalista y parlamentaria, la Constitución de
1857 concentraba el poder legislativo en una única cámara de
diputados. De tal suerte, el poder federal no era un poder autónomo;
operaba gracias a las funciones delegadas por los poderes regionales,
vigilado por el Congreso nacional. Así, las dos primeras reformas
fueron las que suscitaron mayor controversia; ambas fortalecían al
Ejecutivo en su doble carácter, como representante de uno de los
poderes de la Unión y en su calidad de poder federal frente a los
poderes locales. El presidente Benito Juárez y su ministro de
Gobernación, Sebastián Lerdo de Tejada, fueron entonces acusados
de centralizar los poderes en el Ejecutivo y desafiar la soberanía
de los estados.
La
Sombra de Arteaga,
periódico oficial del gobierno del estado de Querétaro, en su
ejemplar del 25 de agosto se refería a la Convocatoria
considerándola como “indefinible” e “incalificable”, pese a
haber sido firmada por los hombres más prominentes de la lucha
contra la intervención. Acto seguido, procedía a analizar cada uno
de puntos de la reforma, oponiéndose a cada uno de ellos.
Para
sorpresa e indignación de los pensadores liberales, no contento con
pretender la creación de dos cámaras e introducir el veto del
Ejecutivo, quien había encabezado la lucha en contra del Imperio
llamaba ahora a las urnas a los ministros del culto católico. El
artículo 15 de la Convocatoria señalaba que podrían ser electos
diputados aquellos ciudadanos que pertenecieran al estado
eclesiástico. Es decir, el clero conspirador y militante que había
esperado de Maximiliano la derogación de las Leyes de Reforma y que
pertenecía al derrotado partido conservador, volvía a la escena
política con plenos derechos ciudadanos. “En esto no estamos
conformes”, afirmaban los liberales redactores de La
Sombra de Arteaga,
“los sacerdotes [...] no tienen voluntad propia, porque su razón
ha abdicado ante la fe. Están pues inhábiles para ocupar su puesto
en las sociedades progresistas y razonadas del siglo diez y nueve.”
Así,
en Querétaro los liberales en el poder reclamaron airadamente el
respeto a la norma constitucional como el símbolo inequívoco de la
derrota del partido conservador y de sus aliados, cuya presencia
secular en el estado resultaba una pesada carga que impedía el
acceso a la modernidad.
En
medio de la polémica, el coronel Julio María Cervantes, a la sazón
comandante militar y gobernador del estado nombrado por Juárez a
raíz del sitio impuesto por las fuerzas republicanas a la ciudad,
con fecha 2 de septiembre de 1867 convocaba a los votantes para que
concurriesen a las urnas a fin de elegir a los supremos poderes de la
nación, los del estado y ayuntamientos de las respectivas
municipalidades; elecciones que estarían a cargo de unos mismos
cuerpos electorales. La
Sombra de Arteaga
manifestaba desde luego su apoyo a la candidatura de Cervantes, no
obstante, respecto a la de Juárez advertía:
[...] ella, [la Convocatoria] fue la
piedra de toque que despertó las pasiones todas dormidas bajo el
peso del triunfo. Desprestigiada con ella la primera y más popular
de las candidaturas presidenciales, el pueblo entero de México, que
hasta entonces sólo tenía fijos los ojos en un hombre, como el más
digno para darle la primera magistratura de la Nación, comenzó a
buscar en derredor suyo con quienes sustituirlo en su boleta.
Y lo buscó y lo busca aún entre las
filas del ejército republicano para ver si encuentra bajo los
laureles del combate la frente inspirada del demócrata que sepa
realizar en el templo de las leyes los principios que con su espada
conquistó en el campo de batalla.
Pese
a la alusión implícita a la figura del general Porfirio Díaz, días
más tarde La
Sombra de Arteaga
postulaba en su ejemplar del domingo 22 de septiembre, al C. Benito
Juárez como presidente de la República, a Sebastián Lerdo de
Tejada como presidente de la Suprema Corte y a Julio M. Cervantes
como gobernador del estado. Pero aclaraba:
Grave
y delicada es la cuestión de candidato para la presidencia de la
República. La oposición nos planta el nombre de un liberal sin
tacha, de un héroe, más aún, de un amigo a quien queremos con toda
el alma, el valiente general Porfirio Díaz. Nuestras afecciones
personales se inclinan a él, pero la suprema voz de la salud pública
nos lleva a otro lado. Y nos inclinamos al C. Benito Juárez [...].
Tal
parece que la salud a la cual que se referían los reactores de La
Sombra de Arteaga,
más que la pública, era la muy personal del coronel Cervantes quien
le debía el cargo nada menos que a Juárez y que para entonces
enfrentaba ya el rechazo del Congreso local por no ser originario del
estado, entre otras razones. Líneas abajo, el editorialista defendía
con auténtica vehemencia la candidatura de quien más que nadie
había demostrado “ser demócrata de corazón” y quien amaba y
procuraba afanosamente el bienestar del estado a pesar de no ser
queretano. Después de todo y como rezaba la máxima, añadía:
“nadie es profeta en su tierra”.
Pero
el enfrentamiento entre el Congreso local y Julio María Cervantes
apenas comenzaba. Los abusos y arbitrariedades cometidos por
Cervantes en el proceso electoral de septiembre de 1867, ocasionaron
un grave conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo, mismo que fue
agudizándose hasta provocar que la mayoría de los diputados
desconociera al gobernador y que éste, en respuesta, desconociera a
la Legislatura. Tan delicada situación no tardó en tener
repercusiones a escala nacional y el Congreso de la Unión concedió
la razón a la Legislatura queretana. Los diputados por Querétaro,
Hilarión Frías y Soto y Ezequiel Montes, desde un primer momento se
pronunciaron contra la conducta anticonstitucional de Cervantes; no
obstante, el presidente Juárez se inclinó del lado del gobernador.
A
nivel federal y de manera irremediable, las inconformidades que trajo
consigo la Convocatoria se habían mezclado con la campaña
electoral; sobre la silla presidencial se inclinaba, amenazadora, la
sombra del general Díaz. Las elecciones federales que se llevaron a
cabo entre septiembre y noviembre (primarias y secundarias) de 1867,
le concedieron el triunfo a Juárez; no así a su proyecto
reformista. La victoria de Benito Juárez en los comicios resultó
pírrica. Amparada en el argumento de que el sistema plebiscitario
era anticonstitucional y las reformas que proponía contrarias al
espíritu de la Constitución del 57, la oposición cobró tal fuerza
que la Carta Magna no se vio modificada y quien hasta entonces había
sido identificado como su más fiel representante presenció la
escisión del partido liberal. De manera paralela, la Convocatoria
dio a los constitucionalistas la oportunidad de presentar a su
candidato con un aire reivindicador que aumentó la estatura política
de Díaz y fue el preámbulo de su ascenso al poder, diez años más
tarde.
A
raíz del fracaso de la Convocatoria y al no contar con el apoyo
irrestricto de la totalidad de los gobernadores de los estados,
Benito Juárez optó por solicitar y obtener del Congreso:
“nueve veces en nueve años, la
suspensión de las garantías constitucionales, dando un total de 49
de los 112 meses que duró la República Restaurada. Además, durante
todo ese periodo, con excepción de 57 días, el presidente dispuso
de facultades extraordinarias [en Hacienda y Guerra] que el Congreso
le otorgó en ocho ocasiones distintas”.
A
partir de entonces se inició un proceso que se caracterizó por el
crecimiento de las funciones y competencias de la federación y la
resistencia de las entidades federativas. Dicho proceso devino en el
fortalecimiento de un Estado que progresivamente olvidó su carácter
liberal y federal, y vía la política de centralización, lograría
imponer al Ejecutivo federal como árbitro supremo de los destinos
nacionales hacia la última década del siglo XIX.
Las
elecciones de 1871 le concedieron de nueva cuenta el triunfo a Juárez
lo que animó a Porfirio Díaz a levantarse en armas con el Plan de
la Noria. Mientras tanto, en Querétaro el enfrentamiento entre los
partidarios de Cervantes y quienes se oponían a su gobierno se
volvió a desatar con fuerza, el motivo: las elecciones locales para
la renovación de los tres poderes. Unos comicios plagados de
irregularidades le dieron a Cervantes el triunfo por segunda ocasión,
pese a que el artículo 77 de la Constitución estatal de 1869
prohibía la reelección inmediata.
Tras
la muerte de Juárez y el fin de la revuelta de La Noria, Sebastián
Lerdo de Tejada fue investido como presidente constitucional de
México en noviembre de 1872. El 20 de enero de 1873 el gobernador
Cervantes, carente del apoyo del Ejecutivo federal, presentó su
renuncia ante el Congreso del Estado.
A
la política centralizadora de Juárez también le apostó Lerdo.
Ésta se vio reflejada en el control del presidente sobre el
Congreso, ya que al fundirse lerdistas y juaristas, el número de
diputados afines al Ejecutivo superó con facilidad a la minoría
porfirista independiente. Para cerrar con broche de oro, la reforma
constitucional que permitía la vuelta al sistema bicameral fue
aprobada en 1874; Lerdo de Tejada sabía que el Senado era necesario
como contrapeso a la todopoderosa Cámara de diputados.
Como
resultado de las consabidas elecciones populares y, por supuesto,
gracias al visto bueno de Lerdo, Benito Santos Zenea había sucedido
a Cervantes en el gobierno de Querétaro a partir del mes de mayo de
1873. Pero Zenea murió inesperadamente en septiembre de 1875, y a su
sucesor, Francisco Villaseñor, le tocaría enfrentar la última y
definitiva revuelta encabezada por Díaz en aras de alcanzar la
Presidencia de la República.
Lerdo
decidió presentarse a las elecciones presidenciales de julio de
1876. El Congreso se reunió el 1º de septiembre, pero no declaró
el resultado de los comicios hasta el 26 de octubre. Ese lapso no
hizo más que confirmar ante la opinión pública que Lerdo sería
declarado reelecto para el periodo comprendido entre el 1º de
diciembre de 1876 y el 30 de noviembre de 1880.
La
oposición a la reelección de Lerdo y a la consecuente expansión
del poder central, fue capitalizada por la facción porfirista
mediante el movimiento que plasmó su ideario en el Plan de Tuxtepec
del 1o de enero de 1876. El documento planteaba tres reivindicaciones
fundamentales: no reelección del presidente de la República y
gobernadores de los estados, reforma constitucional que garantizara
la independencia de los municipios y la vuelta al Congreso
unicameral.
Mientras
la revuelta de Tuxtepec sumaba adeptos, el último gran golpe
asestado contra Lerdo fue dado por José María Iglesias, quien, en
su carácter de presidente de la Suprema Corte de Justicia y tras la
declaración del Congreso en favor de la reelección de Lerdo, la
proclamó ilegal y se autonombró presidente interino. Al
levantamiento de Iglesias se sumó el gobernador Francisco
Villaseñor, lo mismo que el coronel Rafael Olvera, mandamás de la
Sierra Gorda y destacado ex imperialista, quien se trasladó con todo
su ejército a la ciudad de Querétaro.
Los
esfuerzos de Lerdo por sofocar el levantamiento de Porfirio Díaz
fueron en vano. Una vez triunfante la contienda armada Díaz entró a
la capital de la República el 23 de noviembre de 1876 y se
autonombró jefe del Poder Ejecutivo. Acto seguido, abandonó la
Ciudad de México para ir tras Iglesias quien se había refugiado en
Querétaro empeñado en no reconocer al Ejecutivo. A su arribo a la
capital queretana, donde esperaba llegar a un acuerdo con Iglesias,
Díaz recibió un comunicado de Rafael Olvera en el que le señalaba:
“Bajo la inteligencia de que el señor
Iglesias obraba de acuerdo con Ud., reconociera [sic] dicho señor
como Jefe Supremo de la Nación; pero habiendo salido de este error y
no conviniendo a los pueblos de la Sierra, cuyo distrito tengo a mi
mando, el que se prolongue la guerra civil porque ellos desean la paz
a todo trance, lo mismo que toda la República, para contribuir a tan
noble objeto en la parte que me corresponde me pongo a la disposición
de Ud. con las fuerzas de mi mando, reconociendo por conciencia el
Plan de Tuxtepec y el gobierno establecido en México conforme al
mismo.”
En
respuesta, Díaz le solicitó mantener la seguridad en el distrito de
Jalpan y de inmediato envió un telegrama al general Juan N. Méndez,
presidente sustituto de la República, donde con satisfacción le
comunicaba el sometimiento de Olvera con todas las fuerzas a su
mando. Y añadía: “Tal sumisión es amplísima, sin reserva
alguna, por lo que felicito a usted y al supremo Gobierno”.
Entre
los primeros nombramientos que hizo Porfirio Díaz estuvo el del
coronel auxiliar Antonio Gayón como gobernador y comandante militar
de Querétaro. El último día del año de 1876, La
Sombra de Arteaga
reproducía el siguiente decreto:
Porfirio Díaz, general en jefe del
ejército constitucionalista, hace saber a todos los habitantes del
estado de Querétaro que como las autoridades han cesado en el
ejercicio de sus funciones por no adherirse al plan de Tuxtepec,
reformado en Palo Blanco y en atención a su art. 4º, nombra como
gobernador interino y comandante del estado al general Antonio
Gayón.
Así
las cosas, al celayense Antonio Gayón, quien a partir de entonces
ostentó el rango de general, le correspondería sentar las bases del
régimen tuxtepecano en la entidad. Destacado ex oficial del ejército
de Maximiliano, Gayón había luchado en contra del bando liberal en
el sitio a la ciudad, no obstante, posteriormente se había unido a
las fuerzas porfiristas en sus dos pronunciamientos armados: el de la
Noria y el de Tuxtepec. Satisfecho por la capitulación de Olvera y
con la confianza depositada en Gayón, Porfirio Díaz abandonó el
territorio queretano.
No
todo mundo compartió la opinión del general Díaz en relación con
lo conveniente que había resultado la sumisión de Olvera. En un
comunicado fechado en Salamanca el 25 de enero de 1877 y suscrito por
integrantes del 1º y 2º batallón de Sierra Gorda, estado de
Querétaro, se solicitaba al general Díaz se sirviera decretar:
“…que aquel hombre (Olvera) no tenga
en dicho Estado ningún mando civil ni militar, para poder volver a
nuestras localidades y hacer valer nuestros derechos ante la
autoridad competente, pidiendo el castigo que merece por los
asesinatos y demás arbitrariedades cometidas”.
En
respuesta, Porfirio Díaz aseguraba que había dado instrucciones al
gobernador Gayón, “para que ninguna fuerza quede al mando de
Olvera, ni de ningún otro jefe de sus condiciones”.
En
realidad, Díaz no pretendía en lo absoluto desarmar a Olvera; lo
necesitaba para garantizar el orden en la Sierra y la lealtad hacia
su gobierno. Además le tranquilizaba el hecho de que siendo Gayón
antiguo compañero de armas de Olvera, éste seguramente contaría
con su colaboración.
Algunas
voces se alzaron también contra la elección de Gayón. Tal fue el
caso del reconocido político queretano Ezequiel Montes, quien no
dudó en manifestar al presidente Díaz, con fecha 30 de enero de
1877, lo siguiente:
Por razones que no conozco, pero que sin
duda son respetables, nombró usted gobernador y comandante general
del Estado de Querétaro a don Antonio Gayón. Este funcionario
público, olvidando el contenido del Plan de Tuxtepec reformado en
Palo Blanco, ha cubierto casi todos los puestos públicos de
reaccionarios de mala nota en su mayor parte; y despreciando la
libertad del voto público, está haciendo los mayores esfuerzos para
ser electo gobernador constitucional. Toda la conducta del señor
Gayón es contraria a nuestros principios políticos […], usted no
es ni será reaccionario; usted ha defendido siempre, defiende y
defenderá el sufragio libre.
[…] El Estado de Querétaro ha sufrido
una serie espantosa de males desde 1867 hasta 1875: comenzó a
respirar desde que eligió gobernador a uno de sus hijos. ¿Será el
general Díaz el que lo sumerja de nuevo en los males de la reacción
y el despotismo? No lo temo.
Pese
a la certeza de Montes, mientras Porfirio Díaz se convertía en
presidente constitucional tras las elecciones de 1877, Antonio Gayón
triunfaba en los comicios locales y asumía las funciones de
gobernador para el periodo de 1877-1881.
Ezequiel
Montes no alcanzaba aún a percibir que tras la derrota de Sebastián
Lerdo de Tejada y José María Iglesias, los gobiernos de los estados
quedarían en manos de caciques y caudillos regionales, quienes en
su momento se habían unido a las fuerzas tuxtepecanas. En Querétaro,
un caudillo y antiguo partidario del Imperio, Antonio Gayón, había
sido elegido por Díaz para hacerse cargo del estado, mientras Rafael
Olvera, el cacique serrano, esperaba, impaciente, su turno.
Seguramente
Montes tampoco imaginaba que como resultado de la política de
conciliación de Porfirio Díaz y de su sucesor Manuel González,
varios miembros del antiguo partido conservador serían incorporados
a las filas del gobierno federal.
La
implementación del programa de cuño liberal que garantizara la
consolidación del Estado nacional tomaría varios años y no sería
tarea fácil. Una vez alcanzado el triunfo y garantizada la paz, el
gobierno federal tendría que someter la diversidad de la nación a
la unidad del Estado. Lo anterior suponía reducir los numerosos
proyectos locales a uno solo de carácter nacional, lo cual
implicaba, necesariamente, el sometimiento de los caudillos
regionales y la destrucción de poderosos cacicazgos contrarios al
poder de la federación. Este devenir se caracterizaría por el
enfrentamiento entre elites regionales y grupos dirigentes
nacionales, entre dinámicas particulares de las diferentes regiones
que lo conforman y los principios de unidad y dominación
connaturales al Estado nacional.
El
enfrentamiento quedó resuelto a partir del segundo periodo de
gobierno del general Díaz (1884-1888), cuando rindió frutos la
política implementada por el Ejecutivo federal, conformada
fundamentalmente por dos etapas. La primera, de conciliación, que
trajo por consecuencia la incorporación al ejército federal y a las
filas de la burocracia a numerosos caudillos y caciques regionales;
la segunda, de centralización que culminó en la supremacía del
poder federal, con un Ejecutivo fuerte a la cabeza, y la aniquilación
de cualquier proyecto de cuño localista.
Este
proceso llegará a su fin gracias a las acciones emprendidas por Díaz
para terminar con el conflicto federación-estados, integrando un
cuadro de gobernadores, preferentemente civiles, aliados al centro.
En Querétaro, el ascenso del Ingeniero Francisco González de Cosío,
en 1887, selló con broche de oro el fin de la supremacía de
caciques y caudillos y garantizó el triunfo en el estado del
proyecto porfirista.
Fuentes
y Bibliografía consultadas
Archivos
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Hemerografía
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